El locatario conservador
Godot, $ 6.790
Edgardo Scott es crítico literario, ensayista, cuentista, novelista y traductor (le debemos, dicho sea de paso, una atildada y venturosa traducción de los Dublineses, de Joyce). En todas esas facetas, Scott, de más está decirlo, escribe; pero si se lo puede considerar, justamente, un escritor, se debe menos a su obra publicada que a una penetrante cualidad de su prosa, que se palpa, particularmente, en Escritor profesional, su reciente libro: se trata de una pulsión irrefrenable –casi una compulsión– por la escritura; mejor aún, una necesidad imperiosa por escribir, en un fraseo que lleva de una oración a otra, de la siguiente a la próxima, y así ad infinitum.
A un ritmo veloz, trepidante, Scott se encarga de construir, desde la primera línea, el objeto de su diatriba. Se trata del “escritor profesional”, ese escritor actual que, antes que ser leído, prefiere ser visto, conocido; su meta es convertirse en una celebrity, puesto que lo que tiene para ofrecer al mercado, antes que un bien cultural, es la mercancía de su imagen, de su personalidad. El deseo de este sujeto no radicaría en la lectura de su “obra” puesto que lo que vende (no lo que escribe) es una imagen, un producto demagógico subsumido por las convenciones del presente. “El escritor profesional –asegura Scott– no asume riesgos. Siempre va a lo seguro. Si con tal género, con tal tema, personaje, si con tal tipo de escritura “le fue bien”, sigue por ahí. Si alguna vez se desvía —y es sancionado— vuelve al trote al redil. Administra su escritura como un locatario conservador”.
Al tiempo en que Scott echa mano de cuanto recurso retórico tiene a su alcance para ridiculizar a esta clase de escritores, concibe, en exacta contrapartida, un escritor arriesgado, potente, político: lo que un escritor, en otras palabras, debiera ser. En esa tradición, bajo las conceptualizaciones, entre otros, de Guy Debord y Mark Fisher, realza las figuras (la escritura, mejor dicho), de Rodolfo Walsh, de David Viñas, de Hebe Uhart, de Gustavo Ferreyra. Son autores que “lo dicen todo”, afirma Scott siguiendo una línea de Derrida. Que señalan y azuzan los puntos de sentido que las corrientes hegemónicas de una época deciden silenciar. Que pretenden, en el mejor de los casos, lectores críticos, y no likes o seguidores; lectores, incluso, a los que criticar.
Algo desdibujada en los últimos capítulos, la figura del escritor profesional cede ante el tópico de literatura y trabajo y las ocupaciones de la crítica; de todos modos, en cada oportunidad en que el autor reprocha la corrección política, la escritura acomodaticia o la concepción del artista como un trabajador a secas, alude indirectamente a ciertas prácticas y concepciones que avala o son deseadas por el escritor profesional. Y, en simultáneo, y en franco contraste con aquella, emerge otra figura –la que el propio Scott pergeña para sí, claro– investida de osadía escritural, arrogándose un lugar entre los maestros e intelectuales del siglo XX argentino.
A un ritmo veloz, trepidante, Scott se encarga de construir, desde la primera línea, el objeto de su diatriba. Se trata del “escritor profesional”, ese escritor actual que, antes que ser leído, prefiere ser visto, conocido