El infierno bajo denuncia
Trilogía de Nueva York; Leviatán; La música del azar, 4.3.2.1., La llama inmortal de Stephen Crane
No es responsabilidad del pueblo estadounidense que los franceses demoraran cien años para consagrar su tríada de libertad, igual y fraternidad.
La obra de Auster, vasta y singular, no sólo creó tramas sobre los sinuosos derroteros del azar, sino que indaga hondamente en la condición humana. Prestigiosa a partir de La invención de la soledad. Reconocida más tarde y definitivamente por libros como Trilogía de Nueva York, Leviatán y La música del azar. donde y cuando menos se los espera, y Ostrander se vuelve hacia ellos con su cámara fotográfica, y, con pulso maestro, rapta imágenes trágicas del pasado: estaciones de servicio, supermercados, casas, ferias, restaurantes, bares, universidades, iglesias, cristalizados mágicamente por la lente precisa de su ojo. Es como dejan de ser sitios neutros, vacíos, para erigirse en siniestras escenografías. En su denuncia, Paul Auster no hace más que escribir sobre el infierno.
John F. Kennedy, Malcolm X, Martin Luther King, Robert F. Kennedy, y antes y después cientos de miles de asesinados en el país de las oportunidades, salvo que una de esas oportunidades es la de ser ejecutado por un motivo o ninguno. A Borges le bastó una frase maquinada con ironía anglosajona: “Para morir sólo hace falta estar vivo”. No pasará demasiado tiempo hasta que algún legislador republicano encuentre así el fundamento de la próxima enmienda constitucional, puesto que hacia allá va sin dudas la gran democracia del Norte. Más de sesenta intervenciones militares en el extranjero. La guerra afuera de las líneas de puntos Norte y Sur, y costa marítima al Este y al Oeste, parece legitimar la guerra adentro de ese voluble mapa con garras que se extienden hacia donde les conviene, como una especie de entrenamiento para ex combatientes, o alumnos que no aplican a una Universidad o se malquistan con un compañero de preparatoria. Efecto del anglicanismo, del puritanismo más extremo que un descendiente de cuáqueros haya heredado como tara genética, haber sido despedido por no bañar decentemente a un elefante del gran circo de Oklahoma o quizá por pura maldad. Vaya uno a saber. La Constitución de Estados Unidos sancionada en el año 1776 fue modelo de las constituciones liberales, incluida la nuestra de 1853. No es responsabilidad del pueblo estadounidense que los franceses demoraran cien años para consagrar su tríada de libertad, igual y fraternidad, por otra parte tan fútil e inocua, como lo prueba el colonialismo al que Francia rindió idéntico culto que otros países europeos –evitemos, asimismo, toda consideración religiosa; no hablemos de compasión, misericordia y sobre todo no hagamos alusión a la fraternidad, postulado tan por encima de la naturaleza humana. En Un país bañado en sangre, Paul Auster no se remonta a la gesta de los colonos armados del “Mayflower”, exiliados de la Gran Bretaña. Le basta para componer su demoledor relato, la historia de un país que no cumplió desde la creación de una unión de Estados con los sueños y propósitos, al menos no con todos ni los más trascendentes, consagrados en su ley suprema.
Paul Auster da comienzo a su libro con una declaración de principios que, si bien pareciera innecesaria, fija el punto de partida desde el cual se desplegarán sus conjeturas sobre tanto terror y semejante fanatismo letal: “Nunca he poseído un arma de fuego”, escribe. Y a renglón seguido confiesa que siendo una criatura portaba un revólver de seis tiros en su cartuchera, de plástico uno, de imitación cuero la segunda, y se ocupa de aclarar: “Era texano, aunque viviera en el extrarradio de Newark, Nueva Jersey”. Me hago cargo de que mi mayor anhelo era recibir para Navidad un revólver con su cartuchera. Un revólver que hiciera explotar aquella especie de bobina de cartón con su secuencia de circulares depósitos que, al ser percutidos, explotaban tímidamente dejando en el aire y en la boca el sabor mineral de –lo sabría años más tarde– no era precisa ni exclusivamente pólvora. Sin embargo, que la tradición de series televisivas de la época: Bronco Ley, El hombre del rifle, Cheyenne o que los verdaderos pistoleros como Billy the Kid, Wyatt Earp o Wild Bill Hickok hayan sido los precursores de la insidiosa idiosincrasia de un país, no parece, y esto lo destaca bien Auster, suficiente. Sin embargo, Auster, como todo gran escritor, no escribe sobre lo que no sabe, y es irrefutable que “los norteamericanos tienen veinticinco veces más posibilidades de recibir un balazo que los ciudadanos de otros países ricos, supuestamente avanzados, y, con menos de la mitad de población de esas dos decenas de países juntos, el ochenta y dos por ciento de las muertes por armas de fuego ocurren aquí”. Y antes o después, sostiene: “Miedo unido a violencia, con las balas como recurso principal. Es una combinación que recorre todos los capítulos de nuestra historia y hoy sigue siendo un hecho esencial en la vida de Estados Unidos “.
El informe de Auster –que, por momentos, remite con agudeza y talento a sus libros de ficción– resulta devastador y, aunque en suspenso, se proyecta en las alegóricas y extraordinarias fotografías de Spencer Ostrander. Acaso el texto pueda ser considerado una suerte de ensayo político en clave literaria. No se trata de un legajo policial, de un tratado de criminalística, de un estudio sobre la violencia en abstracto. La obra de Auster, vasta y singular, no sólo creó tramas sobre los sinuosos derroteros del azar, sino que indaga hondamente en la condición humana. Prestigiosa a partir de La invención de la soledad. Reconocida más tarde y definitivamente por libros como Trilogía de Nueva York, Leviatán, La música del azar, 4.3.2.1., La llama inmortal de Stephen Crane, y la nómina podría abarcar más de los caracteres de los que dispongo para Un país bañado en sangre. La ira soterrada con que está escrito demuestra su veracidad. La indignación de Auster trasiega cada párrafo hasta la frontera del desasosiego. Un gran escritor sin Dios en la más estricta soledad de su escritorio, para quién la imaginación nunca será suficiente, ya que ciertamente nunca lo es para nadie. Auster no reclama explicaciones por las tragedias propias y ajenas. Como sea, se trata de un texto en el que Auster y Ostrander nos cuentan una historia que, sabemos, son necesariamente dos. Con la lógica del rizoma de Deleuze, Auster enumera acontecimientos atroces que parecen brotar