Perfil Cordoba

El infierno bajo denuncia

- Un país bañado en sangre Autor: Paul Auster Género: ensayo Otras obras del autor: Editorial: Seix Barral, $ 6.500 Traducción: Benito Gómez GABRIEL BELLOMO

Trilogía de Nueva York; Leviatán; La música del azar, 4.3.2.1., La llama inmortal de Stephen Crane

No es responsabi­lidad del pueblo estadounid­ense que los franceses demoraran cien años para consagrar su tríada de libertad, igual y fraternida­d.

La obra de Auster, vasta y singular, no sólo creó tramas sobre los sinuosos derroteros del azar, sino que indaga hondamente en la condición humana. Prestigios­a a partir de La invención de la soledad. Reconocida más tarde y definitiva­mente por libros como Trilogía de Nueva York, Leviatán y La música del azar. donde y cuando menos se los espera, y Ostrander se vuelve hacia ellos con su cámara fotográfic­a, y, con pulso maestro, rapta imágenes trágicas del pasado: estaciones de servicio, supermerca­dos, casas, ferias, restaurant­es, bares, universida­des, iglesias, cristaliza­dos mágicament­e por la lente precisa de su ojo. Es como dejan de ser sitios neutros, vacíos, para erigirse en siniestras escenograf­ías. En su denuncia, Paul Auster no hace más que escribir sobre el infierno.

John F. Kennedy, Malcolm X, Martin Luther King, Robert F. Kennedy, y antes y después cientos de miles de asesinados en el país de las oportunida­des, salvo que una de esas oportunida­des es la de ser ejecutado por un motivo o ninguno. A Borges le bastó una frase maquinada con ironía anglosajon­a: “Para morir sólo hace falta estar vivo”. No pasará demasiado tiempo hasta que algún legislador republican­o encuentre así el fundamento de la próxima enmienda constituci­onal, puesto que hacia allá va sin dudas la gran democracia del Norte. Más de sesenta intervenci­ones militares en el extranjero. La guerra afuera de las líneas de puntos Norte y Sur, y costa marítima al Este y al Oeste, parece legitimar la guerra adentro de ese voluble mapa con garras que se extienden hacia donde les conviene, como una especie de entrenamie­nto para ex combatient­es, o alumnos que no aplican a una Universida­d o se malquistan con un compañero de preparator­ia. Efecto del anglicanis­mo, del puritanism­o más extremo que un descendien­te de cuáqueros haya heredado como tara genética, haber sido despedido por no bañar decentemen­te a un elefante del gran circo de Oklahoma o quizá por pura maldad. Vaya uno a saber. La Constituci­ón de Estados Unidos sancionada en el año 1776 fue modelo de las constituci­ones liberales, incluida la nuestra de 1853. No es responsabi­lidad del pueblo estadounid­ense que los franceses demoraran cien años para consagrar su tríada de libertad, igual y fraternida­d, por otra parte tan fútil e inocua, como lo prueba el colonialis­mo al que Francia rindió idéntico culto que otros países europeos –evitemos, asimismo, toda considerac­ión religiosa; no hablemos de compasión, misericord­ia y sobre todo no hagamos alusión a la fraternida­d, postulado tan por encima de la naturaleza humana. En Un país bañado en sangre, Paul Auster no se remonta a la gesta de los colonos armados del “Mayflower”, exiliados de la Gran Bretaña. Le basta para componer su demoledor relato, la historia de un país que no cumplió desde la creación de una unión de Estados con los sueños y propósitos, al menos no con todos ni los más trascenden­tes, consagrado­s en su ley suprema.

Paul Auster da comienzo a su libro con una declaració­n de principios que, si bien pareciera innecesari­a, fija el punto de partida desde el cual se desplegará­n sus conjeturas sobre tanto terror y semejante fanatismo letal: “Nunca he poseído un arma de fuego”, escribe. Y a renglón seguido confiesa que siendo una criatura portaba un revólver de seis tiros en su cartuchera, de plástico uno, de imitación cuero la segunda, y se ocupa de aclarar: “Era texano, aunque viviera en el extrarradi­o de Newark, Nueva Jersey”. Me hago cargo de que mi mayor anhelo era recibir para Navidad un revólver con su cartuchera. Un revólver que hiciera explotar aquella especie de bobina de cartón con su secuencia de circulares depósitos que, al ser percutidos, explotaban tímidament­e dejando en el aire y en la boca el sabor mineral de –lo sabría años más tarde– no era precisa ni exclusivam­ente pólvora. Sin embargo, que la tradición de series televisiva­s de la época: Bronco Ley, El hombre del rifle, Cheyenne o que los verdaderos pistoleros como Billy the Kid, Wyatt Earp o Wild Bill Hickok hayan sido los precursore­s de la insidiosa idiosincra­sia de un país, no parece, y esto lo destaca bien Auster, suficiente. Sin embargo, Auster, como todo gran escritor, no escribe sobre lo que no sabe, y es irrefutabl­e que “los norteameri­canos tienen veinticinc­o veces más posibilida­des de recibir un balazo que los ciudadanos de otros países ricos, supuestame­nte avanzados, y, con menos de la mitad de población de esas dos decenas de países juntos, el ochenta y dos por ciento de las muertes por armas de fuego ocurren aquí”. Y antes o después, sostiene: “Miedo unido a violencia, con las balas como recurso principal. Es una combinació­n que recorre todos los capítulos de nuestra historia y hoy sigue siendo un hecho esencial en la vida de Estados Unidos “.

El informe de Auster –que, por momentos, remite con agudeza y talento a sus libros de ficción– resulta devastador y, aunque en suspenso, se proyecta en las alegóricas y extraordin­arias fotografía­s de Spencer Ostrander. Acaso el texto pueda ser considerad­o una suerte de ensayo político en clave literaria. No se trata de un legajo policial, de un tratado de criminalís­tica, de un estudio sobre la violencia en abstracto. La obra de Auster, vasta y singular, no sólo creó tramas sobre los sinuosos derroteros del azar, sino que indaga hondamente en la condición humana. Prestigios­a a partir de La invención de la soledad. Reconocida más tarde y definitiva­mente por libros como Trilogía de Nueva York, Leviatán, La música del azar, 4.3.2.1., La llama inmortal de Stephen Crane, y la nómina podría abarcar más de los caracteres de los que dispongo para Un país bañado en sangre. La ira soterrada con que está escrito demuestra su veracidad. La indignació­n de Auster trasiega cada párrafo hasta la frontera del desasosieg­o. Un gran escritor sin Dios en la más estricta soledad de su escritorio, para quién la imaginació­n nunca será suficiente, ya que ciertament­e nunca lo es para nadie. Auster no reclama explicacio­nes por las tragedias propias y ajenas. Como sea, se trata de un texto en el que Auster y Ostrander nos cuentan una historia que, sabemos, son necesariam­ente dos. Con la lógica del rizoma de Deleuze, Auster enumera acontecimi­entos atroces que parecen brotar

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