¿Cuánto importo yo?
En busca de la aceptación social en las redes
Emujern diciembre de 2014, mi y yo volamos a París, donde yo tenía programado dar una charla sobre la ciencia del mindfulness. Aquella era nuestra primera visita a la Ciudad Luz, de modo que hicimos lo que hacen muchos turistas: fuimos al Louvre. Era un día muy frío y nublado; sin embargo, estábamos encantados de visitar el famoso museo del que yo había leído y oído tanto. Mi mujer, que es académica especializada en estudios de la Biblia y del Oriente Medio antiguo, estaba particularmente emocionada por poder mostrarme todas las maravillas antiguas reunidas allí. Marchamos velozmente por las estrechas calles del primer arrondissement. Cuando atravesamos los arcos que dan acceso al patio que contiene la icónica entrada al museo, vimos una verdadera multitud de turistas paseando, comiendo y tomando fotografías. Un pequeño grupo me llamó la atención e hizo que me detuviera. Inmediatamente les tomé una fotografía para capturar la escena.
No soy fotógrafo, de modo que espero que el lector no juzgue mi estética. ¿Qué tiene de especial que dos mujeres se tomen una selfie? Lo que me pareció trágico y atrayente fue el caballero levemente disminuido de chaqueta con capucha que aparecía en primer plano. Era el novio de una de las mujeres, allí parado en el frío con expresión apática porque había sido reemplazado por un palo largo retráctil de aluminio. La expresión decepcionada que vi en su cara expresaba la percepción de su propia obsolescencia.
Según la revista Time, en 2012, el término “selfie” fue una de las diez palabras de moda más usadas. En 2014, la misma revista incluía el selfie stick entre sus veinticinco inventos más populares del año. Para mí, es una señal de apocalipsis. Los autorretratos fotográficos se remontan a mediados del 1.800. ¿Por qué estamos tan obsesionados con tomar fotografías de nosotros mismos?
Encontrar el sí mismo en la selfie
Tomando el ejemplo de las dos mujeres de mi fotografía, podemos imaginar la narrativa que podría estar desarrollándose en la mente de una de ellas:
Mujer (pensando para sí): “Mon Dieu! ¡Estoy en el Louvre!”.
Mente de la mujer contestándose: Bueno, ¡no te quedes simplemente ahí! Toma una fotografía. ¡No, espera! Toma una fotografía con tu mejor amiga. ¡Espera! ¡Ya sé! Toma una fotografía y ¡súbela a Facebook!.
Mujer: ¡Gran idea!.
Danielle (llamémosla así) dispara la fotografía, guarda el teléfono y entra en el museo para empezar a mirar las obras exhibidas. No pasan ni diez minutos antes de que Danielle sienta la urgencia de chequear su teléfono. Mientras sus amigos miran hacia otro lado, lanza una furtiva mirada para ver si alguien le ha puesto like a su fotografía. Tal vez se sienta un poco culpable, de modo que vuelve a guardar el teléfono antes de que la vean. Pocos minutos después, la ansiedad vuelve a golpear. Y otra vez. Danielle termina pasando el resto de la tarde deambulando por el Louvre, ¿mirando qué? No las famosas obras de arte, sino las novedades de su Facebook, haciendo el seguimiento de cuántos me gusta y comentarios ha recibido. Este relato puede parecer una locura, pero es algo que pasa todos los días. Y probablemente no sepamos por qué.
Disparador. Conducta. Recompensa. Puesto que forman los cimientos de este libro, frecuentemente reitero estos tres ingredientes críticos del desarrollo de una conducta aprendida. Juntos modelan la conducta en todo el reino animal, desde las criaturas con los sistemas nerviosos más primitivos hasta los seres humanos que sufren adicciones (ya sea al crack o a Facebook) y hasta los movimientos de la sociedad. Podemos ilustrar el aprendizaje basado en la recompensa como un espectro que va desde lo benigno hasta lo más severo. Aprender hábitos simples tales como atarnos los zapatos cuando somos niños siempre trae consigo una recompensa de alabanza por parte de nuestros padres o de alivio de la frustración que nos producía no poder hacerlo nosotros mismos. Hacia el otro extremo del espectro, nos encontramos con la persona obsesionada con su teléfono hasta el punto de escribir mensajes mientras conduce (que se ha convertido en un peligro tan común como estar ebrio detrás del volante) y que es el resultado del refuerzo repetido. En algún punto medio se sitúa todo lo que nos estresa, desde las ensoñaciones a las reflexiones obsesivas. Todos tenemos botones de estrés que se encienden en un momento dado; cuáles sean esos botones depende de cómo hemos aprendido –a través de un mecanismo dependiente de la recompensa– a manejar (o no) nuestras vidas. Parece que el grado en que estos productores de estrés afectan nuestras vidas y las de las personas que nos rodean determina el lugar que ocupan en el espectro del aprendizaje. En el extremo último del espectro se sitúan nuestras adicciones: consumo continuado a pesar de las
Según la revista Time, en 2012, el término “selfie” fue una de las diez palabras de moda más usadas