El mundo fue y será una porquería
Autor: Louis-Ferdinand Céline
Género: novela
Otras obras del autor: Viaje al fin de la noche; Muerte a crédito; Fantasía para otra ocasión, Normance; De un castillo a otro; Norte; Rigodón; Conversaciones con el profesor Y; Casse-pipe; Mea culpa; Guignol’s Band; Londres
Anagrama, $ 12 mil
Emilio Manzano
MARÍA EUGENIA VILLALONGA Un nuevo manuscrito de las numerosas páginas que todavía permanecen inéditas y que fueran robadas de la casa de Loius-Ferdinand Destouches, alias Céline –Destouches era el apellido de su madre–, en París cuando se escapó, acusado de colaboracionista, en 1944, acaba de publicarse y las buenas noticias son la próxima aparición de su continuación, la novela Londres, y que, por ahora, la policía ideológico-literaria no puso el grito en el cielo.
Novela autobiográfica, como toda su obra, comienza cuando su protagonista, Ferdinand, el mismo de Viaje al fin de la noche, despierta en medio del campo, luego de haber recibido heridas graves en el brazo y en la cabeza, en octubre de 1914. “Tengo mil páginas de pesadillas en reserva, la de la guerra, naturalmente, es la más importante”, le dijo a su editor y este manuscrito, que es un primer borrador, forma parte, sin embargo, de lo mejor de su obra sobre su participación en la Gran Guerra.
Los editores de este material, escrito veinte años después de los hechos, se enfrentaron a un borrador incompleto, enmendado, tachado, con algunas palabras ilegibles, pero que mantiene la unidad de estilo de una obra en la que la sangre, el cuerpo, el sexo, el barro y la muerte giran alrededor del único gran tema moral: la guerra. Las notas al pie marcan las correspondencias evidentes con sus otros textos, como Muerte a crédito, Viaje al fin de la noche y Casse-pipe –este último, los restos de un manuscrito más extenso del que en breve también se conocerá la totalidad–, esclarecen los cambios de nombre de un mismo personaje, así como los neologismos inventados por su lengua mordaz con la que le quita seriedad al relato, dándole un tono tragicómico.
“Atrapé la guerra en mi cabeza”, nos enrostra el protagonista en el comienzo de este texto en crudo, con frases perfectas como hachazos, quizás el tono más apropiado para la historia que se propuso contar, la de la temporada que pasó en un hospital de campaña, en PeurduSur-LaLys, cerca de la frontera con Bégica, después de sufrir graves heridas en el brazo y en la cabeza, lo que le dejó una lesión en el oído de por vida.
Describe el día después de la caída del convoy en el que viajaba, poniendo en primer plano los cuerpos despedazados por las granadas, las ratas comiéndose las vísceras de los muertos, ríos de sangre y orina, con la vitalidad de una pintura de Brueghel. La misma intensidad con la que describe los cuerpos abiertos al exterior a través de la sangre, el vómito, los excrementos y el semen, revolviéndose en el fango (“que viva la mierda y el buen vino”), una imagen carnavalesca y una experiencia del cuerpo fragmentado en el dolor atroz provocado por esta guerra sanguinaria, que el cubismo reveló en toda su dimensión.
Contra los relatos épicos o consagratorios de la guerra, Céline compone un furioso cuadro del momento en que el largo siglo XIX estalló en pedazos y el movimiento de masas, junto con la velocidad y los cambios que se podían registrar en la moda, modificaron el mundo para siempre. El padecimiento físico, pero también el deseo, la perversión, el humor y la escatología serán los materiales con los que narrará su propia experiencia, la que lo dejó al borde de la locura a causa de los ruidos permanentes y ensordecedores dentro de su cabeza.
Con una mirada burlesca, registra el paso de las tropas, que será tanto el recordatorio de la “alegría idiota” de los combatientes yendo al matadero como un colorido álbum de fotos con los uniformes de los ejércitos de Europa.
Una mirada que, aprendimos en Mijail Bajtín, desacraliza y pervierte el orden de un mundo. Y el concepto de patria, fundadora de un orden, será el principal blanco de su lengua filosa, como en la escena donde recorre los campos disfrazado con los retazos de los diferentes uniformes de los soldados muertos, con el fin de no ser reconocido como soldado francés.
Y el humor negro, representado en el discurso gangoso de un soldado que fue herido en la lengua, con los que describe “una vida maravillosa, una vida de tortura”, la misma que describe ese género carnavalesco por excelencia: el tango.
Céline, moralista y gran conocedor de las miserias humanas, entiende que no hay lugar ya para el heroísmo y delinea unos personajes esperpénticos e inmorales, con rasgos exagerados, de grand guignol, como la sádica enfermera de dientes podridos que goza sondando a los heridos; el cura, con su tono afeminado y “sus palabras untuosas venidas del cielo”; el repulsivo médico del hospital de campaña, matasanos que pareciera salido de la clínica del Dr. Cureta; el temible y fantasmal Comandante, enjuto y sin mejillas; su amigo Cascade, gigoló traicionado por su esposa-prostituta o sus padres, ciegos ante el horror que los rodea, felices defensores de un mundo desaparecido, a los que Ferdinand desprecia junto con el mundo y la literatura que representan, esta última, en las cartas perfectamente escritas que su padre le envía.
Y delinea también a sí mismo, héroe de guerra condecorado, cuyo secreto acerca de la desaparición de la valija con dinero de su regimiento lo pone al borde del fusilamiento, mantenido por una prostituta, la atractiva esposa de su amigo recién fusilado, en un mundo donde los héroes son a la vez parásitos, hipócritas o ventajeros, con los que compone, de manera magistral, el tema del traidor y del héroe.
Tuvieron que pasar noventa años para que pudiéramos encontrarnos con este texto de una gran potencia visual y sonora que ejecuta, como en un drama musical, el relato de los horrores que le tocó atravesar a su autor, con el que se propuso “hacer bella literatura con trocitos de horror arrancados al ruido que ya no se acabará nunca”.
Desde acá, esperamos con ansia los próximos.
“Atrapé la guerra en mi cabeza”, nos enrostra el protagonista en crudo, con frases perfectas como hachazos, quizás el tono más apropiado para la historia que se propuso contar
Céline, moralista y gran conocedor de las miserias humanas, entiende que no hay lugar ya para el heroísmo y delinea unos personajes esperpénticos e inmorales, con rasgos exagerados, de grand guignol, como la sádica enfermera de dientes podridos que goza sondando a los heridos