“Eppur, si muove”
Galileo era descortés y descarado; antes de ser nombrado profesor de la Universidad de Pisa, en 1589, era famoso por sus burlas a los seguidores de la escuela aristotélica. Escribió ridiculizando el uso de la toga, salía a beber con sus alumnos, componía versos de amor, armaba riñas con sus colegas peripatéticos y se divertía refutando sus teorías arrojando piedras de distinto peso desde la Torre inclinada. Combinó dos lentes, para ver objetos lejanos: al dar conferencias sobre las fases de Venus o los satélites de Júpiter, Clavius de Roma sugirió que el instrumento producía los satélites, pero se perdió de ganar 10.000 escudos que Galileo había ofrecido a quién fabricara un anteojo similar.
Así consiguió una auténtica mala fama en los círculos filosóficamente correctos de Pisa.
La historia es hecha por los genios y los héroes; no obstante la hacen en un medio determinado por su época. En la Edad Media tardía irrumpieron fuerzas que desarrollaron el comercio, la industria, la navegación de altura, los descubrimientos y la minería; se plantearon entonces, problemas técnicos y científicos. Los grandes hombres se abocaron a cuestiones prácticas: Leonardo era el ingeniero de los Borgia; Niccoló Tartaglia aplicaba las matemáticas a la artillería; Benedetti aplicaba la geometría para estudiar el tiro oblicuo, y el polímata Copérnico estudiaba las crisis monetarias, mientras planeaba el servicio de aguas de Frauenburg. El vértigo hizo que se desechara el método del agotamiento, aunque se rescató a Marco Vitruvio.
El movimiento técnico estuvo mezclado con análisis filosóficos y religiosos: por ejemplo, para los escolásticos, la mecánica era una cuestión metafísica. Esto llevó a Galileo a analizar los postulados aristotélicos: la atmósfera de libre pensamiento, incentivada por la imprenta, produjo una época de ‘mentes despejadas’, según describió, más de un siglo después, Giambattista Vico. Es que en las ciudades italianas del siglo XVI los métodos del de Estagira no resultaban suficientes: un militar apremiado por la pólvora enemiga se sentía más confiado en los cálculos de Tartaglia que en las argucias de un silogismo peripatético.
Galilei, luego de un tiempo de reflexión y observación, resolvió someter a prueba la ley de la fuerza permanente: experimentando con bolitas esféricas arrojadas en una superficie horizontal verificó que el movimiento perduraba más cuanto menor era el roce. Imaginó, entonces, una superficie suficientemente lisa en la que el movimiento se mantuviera indefinidamente después del impulso inicial. Pese a la premonición platónica de que los globos celestes se movían así, para los rivales esta ‘extravagancia’ constituyó casi una herejía del erudito.
El principio de inercia fue enunciado por Galileo, no por argumentos o valoraciones, sino por su método.
Su trabajo experimental es considerado complementario a los escritos de Francis Bacon en 1620 en el establecimiento del moderno método científico; no veo la razón –entonces– por la que al lord Canciller se le llame ‘el padre de la ciencia moderna’. El pendenciero revolucionario de Pisa no es el ‘padre de la astronomía moderna’, el ‘padre de la física moderna’ y el ‘padre de la ciencia’.