Los libros para regalar
Cuatro diferentes propuestas para Navidad Entre una puja y una elección
Este libro parte de la duda y de un cuestionamiento: ¿qué es la felicidad? Si se revisa lo escrito a lo largo de la historia por quienes pensaron el tema, la definición de felicidad encuentra sentidos diferentes. La palabra misma parece ser un cuenco lleno de teorías que se pretenden certeras y a veces chocan entre sí. Platón y la virtud, Aristóteles y el fin supremo, Epicuro y el placer, Kant y la búsqueda del deber, Heidegger y la vida inauténtica, Byung-Chul Han y su crítica a esta sociedad que siente fobia al dolor, Nietzsche y la voluntad de poder, Bertrand Russell y una conquista imposible, Compte Sponville y la desesperación. Pensadores que de un modo directo o velado habitarán estas páginas.
No tengo certezas, pero puedo asegurar que la felicidad no está en las falsas metas que nos propone la cultura contemporánea. No la conseguiremos con logros materiales, con mayor reconocimiento en las redes sociales ni al cumplir con alguno de los mandatos familiares, porque es posible que en ninguna de esas cosas se juegue nuestro deseo.
Estamos tan atravesados por opiniones ajenas que quedamos excéntricos a nosotros mismos. Vivimos alienados al discurso de los demás, y el análisis se propone acallar esos discursos “otros” intentando que al menos como un susurro lejano el paciente pueda escuchar su propia voz. Solo cuando eso ocurra el análisis se pondrá en movimiento. Veremos luego hacia dónde nos lleva. Quizá debamos abandonar lo que creemos que nos hace felices para ser nosotros mismos. También es posible que aprendamos a valorar algunas cosas que, por tenerlas cerca, no llegamos a apreciar. No será un trabajo fácil. Se trata a la vez de una puja y una elección. Muchos pacientes abandonan el tratamiento porque se asustan.
Todo tiene un precio, y el camino que lleva hacia uno mismo no es la excepción. Entonces, al comprender las pérdidas que se acercan, esos pacientes eligen el ruido que generan realidades que no les pertenecen.
También están los demás. Amigos, familia, personas que con sus opiniones muchas veces interfieren en el tratamiento.
El paciente se debate entre esas voces y otras que, desde adentro, pegan manotazos para hacerse oír. Manotazos que llamamos “formaciones del inconsciente” (lapsus, actos fallidos, chistes, sueños y síntomas). Experiencias que ponen en juego algo desconocido que, sin embargo, es tan propio que devela que lo que creemos ser poco tiene que ver con lo que en verdad somos.
Una lectura caprichosa de los textos de Freud dio origen a la llamada “psicología del yo”. Una escuela que pensó que el camino estaba en fortalecer la personalidad del paciente y alimentar su autoestima. Lejos de eso, el analista sabe que el “yo” es una estafa, un velo, un engaño que nos armamos para no aceptar el hecho de que todo no se puede (a eso nos referimos los analistas cuando hablamos de “castración”) porque siempre habrá algo imposible de conseguir.
Todo sujeto humano es recorrido por una falta de la que intenta escapar construyendo una identidad imaginaria, un supuesto ser. El análisis, lejos de huir del vacío, busca que el paciente se acerque a él todo lo que pueda. Surge, entonces, una pregunta: ¿en ese punto de máxima cercanía al abismo hay alguna posibilidad de ser feliz?
Y otra vez aparece el anhelo de felicidad.
Nietzsche pensaba que la búsqueda de la felicidad no era más que un desperdicio de tiempo de vida.
Como sea, cada día al entrar al consultorio tomo el guante y retomo mi batalla.
En El duelo comparé al analista con Virgilio, el poeta que guio al Dante en La divina comedia porque, al igual que él, acompañamos a nuestros pacientes en el recorrido por sus infiernos personales. Ahora doy un paso más y afirmo que también caminamos junto a ellos por el Purgatorio, el lugar al que acceden quienes no fueron condenados al Infierno, pero todavía no están preparados para entrar al Paraíso.
Así como Dante dividió el Infierno en círculos, el Purgatorio se compone de siete giros en los que el alma se va limpiando de sus pecados. Al ingresar, se graban en ellas siete “P” que representan cada uno de los pecados capitales: soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria. A medida que avanzan por los giros, esos pecados son lavados y las “P” se van borrando una tras otra. Según Alighieri, solo cuando ya no quede ninguna, luego de la expiación y el arrepentimiento, el alma estará lista para acceder al Paraíso.
Como lo hicimos con el Infierno, podemos hacer también una analogía entre el análisis y el Purgatorio, con la diferencia de que en lugar de borrar las “P” de sus pecados, el paciente deberá resolver las “T” de sus traumas para liberarse de las “S” de los síntomas que lo atormentan. Liberarse o al menos aprender a hacer algo distinto a pesar de ellos. Pero, ¿basta con eso para ser feliz? Es posible que no. Por eso el análisis intenta ir un poco más allá. Apenas un poco, aunque suficiente para hacer del paciente una persona distinta. Una persona que, como dice Jorge Beckerman, no hubiera sido nunca de no haberse analizado.
Mientras termino mi café, me pregunto qué me impulsa a acompañar a mis pacientes en un viaje tan incierto.
¿El enigma que representan, el deseo de aliviar sus padecimientos o el desafío de acercarme al misterio de la felicidad? Lo ignoro. Solo sé que será un proceso complicado. Ya lo hemos dicho: quienes entran al consultorio no son felices. ¿Pero acaso lo son quienes no llegan a un análisis? ¿Lo han sido alguna vez esos desconocidos que caminan por la calle?
Es una frase muy dicha, sí, pero la vida nos da sorpresas y, muchas veces, circunstancias indeseadas abren puertas que ni siquiera sospechábamos.
Cuando tenía catorce años un hecho desafortunado obligó a mi familia a dejar la casa en que vivíamos en el barrio de Liniers para regresar por unos meses a Gregorio de Laferrere. Había nacido en ese lugar del que, por otro infortunio, nos fuimos cuando tenía cinco años. Ahora volvía.
Alojados por la generosidad de un tío, nos quedamos en una pieza a la espera de que se desocupara el departamento al que debíamos mudarnos.
Al principio me costó el cambio. Esas calles de las que me había despedido con dolor diez años atrás ya no eran mis calles. Yo mismo me había convertido en un desconocido para mis amigos de la niñez. Sin embargo, el cariño familiar hizo lo suyo y, cuando comenzaba a sentirme a gusto, el departamento esperado quedó libre. Y allá fuimos.
En el norte del Gran Buenos Aires, Florida es una zona muy hermosa, pero me resultaba ajena. Con mi familia en la localidad de La Matanza y mis compañeros de colegio en Liniers, me sentí aislado y con pocas posibilidades de generar vínculos nuevos. Fue entonces que padecí la soledad de los domingos. Ese momento en que la vida parece volverse más pesada.
Puedo asegurar que la felicidad no está en las falsas metas que nos propone la cultura
contemporánea