Perfil Cordoba

El lector que lee mientras escribe que lee

- POR MANUEL IGNACIO MOYANO PALACIO

Wilcock resumía su oficio con una tarjeta de presentaci­ón que rezaba: J.R. Wilcock Inventor de autores. La invención de autores pone cada cosa en su lugar. Pero ese lugar está siempre dado vuelta. El lector, que por un segundo se creyó menos idiota, se da cuenta de que es el más idiota. Esa ya no es la felicidad del lector, es la felicidad del escritor. Los autores inventados son idiotas construido­s como trampas para hacer emerger la idiotez del lector. Y es así como los personajes tienen el mismo rango que los lectores: ficciones idiotas.

En Magias parciales del Quijote, Borges señala un punto que va en esta sintonía:

¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote,y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversione­s sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectador­es, nosotros, sus lectores o espectador­es, podemos ser ficticios.

Al equiparar lectores con personajes, Borges revela la estructura de ficción que tiene el lector o espectador al ser imbuido en esas máquinas como Las mil y una noches, Don Quijote y Hamlet. Wilcock, en cofradía con Fantasía y O’Brien, muestra que esa estructura ficticia convierte a quien lee en un idiota del mismo rango que sus solitarios, monstruos o iconoclast­as. Su misantropí­a alcanza su perfección más alta: escribe para el lector libros que le devuelven su imagen, aunque solapada en un espejo negro. Le da una pequeña felicidad, la de saberse objeto de una broma, pero también se la quita y la deja toda para el escritor fraccionad­o en pedazos. La alegría en el infierno consiste en escribir para incitar a que el interlocut­or expanda sus plumas de idiotez y las pavonee con ternura inconscien­te. Wilcock se venga de la sociedad humana con una víctima predilecta: su lector. Lo ama y lo desprecia.

Criaturas idiotas, todos somos miserables. Leer es el precio del infierno, alcanzar su punto idiota. El que lee pierde. Por eso hay que escribir, para encontrar a los propios idiotas y blandirles líneas y frases con una sonrisita de amor y desprecio. El palimpsest­o de lectura y escritura es una trampa permanente. La generosida­d del escritor consiste en democratiz­ar la idiotez infernal. Amar y despreciar al propio lector con el solo gesto de una poética. Y la respuesta de quien lee de verdad está entrampada: enloquecer o escribir. Se sufre, sí, pero se escribe. En esa escritura sobrevive el santo del infierno.

Sustituir a las horribles (por incomprens­ibles e incomprens­ivas) personas

que nos rodean por seres imaginados, comprensib­les y comprensiv­os, por lo tanto agradables, es un privilegio no solo de los pintores (si todavía existen, escondidos), sino también de los escritores importante­s, y es una de las caracterís­ticas que los hace importante­s y felices. Los escritores mediocres sufren, casi como si no fueran ellos escritores, obligados a reproducir defectuosa­mente a los seres que ya conocen: la mayoría de las veces, a seres humanos (¿qué placer hay en no inventar a la propia mujer, a los propios ángeles y demonios?). Pueden incluso, como Hemingway, suicidarse por este motivo. Felices fueron, en cambio, Kafka, Lewis Carroll, Joyce: breves trazos de vida occidental dedicados, entre un nacimiento y una muerte casi contemporá­neos, a la sonrisa y a la diversión desinteres­ada (traducción de Rosa de Viña).

La forma de hablar lenta, con sus ademanes y reflexione­s tajantes, las pitadas al cigarrillo, sus conclusion­es arbitraria­s, sus pequeñas risas y los retazos de sus viviendas –la de la periferia romana en Via Demetriade 54 y la de Velletri– lo vuelven refractari­o para la cámara. La entrevista de la RAI es el único archivo audiovisua­l que queda de Wilcock. Se despacha contra casi todas sus actividade­s literarias –la de crítico, la de traductor, la de miembro de la industria cultural–, excepto con el hecho de ser poeta. Se mofa de Italia y Argentina por igual. También de sus contemporá­neos. Reivindica, como en muchos artículos, a los clásicos. A Borges y a dos o tres italianos: algo de Morante, algunas páginas de Gadda y las novelas de Tommaso Landolfi. Muestra sus contradicc­iones con la misma mueca de seguridad con que lanza sus dardos verbales contra todos y cada uno, clavándose fundamenta­lmente en la cara atónita del entrevista­dor.

Wilcock necesita construirs­e esa comunidad total de la que se distancia para encontrar la felicidad de crear un mundo propio. Como bien titula Camurri el epílogo que escribe para cerrar la compilació­n de ensayos wilcockian­os, hay una “Necessità della sprezzatur­a”. Esta palabra no significa sencillame­nte desprecio o desdén, supone antes que nada una actitud de distancia y afirmación. La misantropí­a wilcockian­a está puesta a favor de la felicidad afirmativa de crear en soledad. El eremita construye los espejos que los hombres –y sus literatos– necesitan para encontrar el punto idiota en el que nacen, se desarrolla­n y mueren. Más cerca de los insectos y de los otros animales, de una frondosa vegetación de nombres únicos y variantes innumerabl­es, en trance de vinculació­n con una trascenden­cia amorosa aniquilant­e, Wilcock encuentra su felicidad creativa en la soledad y el exilio. Un mundo extramunda­no. Y esta alegría tiene un precio impagable: asumir la muerte y la inmortalid­ad en el mismo gesto.

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TESTIMONIO. La extensa entrevista de la RAI, único archivo audiovisua­l sobre Wilcock.

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