El lector que lee mientras escribe que lee
Wilcock resumía su oficio con una tarjeta de presentación que rezaba: J.R. Wilcock Inventor de autores. La invención de autores pone cada cosa en su lugar. Pero ese lugar está siempre dado vuelta. El lector, que por un segundo se creyó menos idiota, se da cuenta de que es el más idiota. Esa ya no es la felicidad del lector, es la felicidad del escritor. Los autores inventados son idiotas construidos como trampas para hacer emerger la idiotez del lector. Y es así como los personajes tienen el mismo rango que los lectores: ficciones idiotas.
En Magias parciales del Quijote, Borges señala un punto que va en esta sintonía:
¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote,y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios.
Al equiparar lectores con personajes, Borges revela la estructura de ficción que tiene el lector o espectador al ser imbuido en esas máquinas como Las mil y una noches, Don Quijote y Hamlet. Wilcock, en cofradía con Fantasía y O’Brien, muestra que esa estructura ficticia convierte a quien lee en un idiota del mismo rango que sus solitarios, monstruos o iconoclastas. Su misantropía alcanza su perfección más alta: escribe para el lector libros que le devuelven su imagen, aunque solapada en un espejo negro. Le da una pequeña felicidad, la de saberse objeto de una broma, pero también se la quita y la deja toda para el escritor fraccionado en pedazos. La alegría en el infierno consiste en escribir para incitar a que el interlocutor expanda sus plumas de idiotez y las pavonee con ternura inconsciente. Wilcock se venga de la sociedad humana con una víctima predilecta: su lector. Lo ama y lo desprecia.
Criaturas idiotas, todos somos miserables. Leer es el precio del infierno, alcanzar su punto idiota. El que lee pierde. Por eso hay que escribir, para encontrar a los propios idiotas y blandirles líneas y frases con una sonrisita de amor y desprecio. El palimpsesto de lectura y escritura es una trampa permanente. La generosidad del escritor consiste en democratizar la idiotez infernal. Amar y despreciar al propio lector con el solo gesto de una poética. Y la respuesta de quien lee de verdad está entrampada: enloquecer o escribir. Se sufre, sí, pero se escribe. En esa escritura sobrevive el santo del infierno.
Sustituir a las horribles (por incomprensibles e incomprensivas) personas
que nos rodean por seres imaginados, comprensibles y comprensivos, por lo tanto agradables, es un privilegio no solo de los pintores (si todavía existen, escondidos), sino también de los escritores importantes, y es una de las características que los hace importantes y felices. Los escritores mediocres sufren, casi como si no fueran ellos escritores, obligados a reproducir defectuosamente a los seres que ya conocen: la mayoría de las veces, a seres humanos (¿qué placer hay en no inventar a la propia mujer, a los propios ángeles y demonios?). Pueden incluso, como Hemingway, suicidarse por este motivo. Felices fueron, en cambio, Kafka, Lewis Carroll, Joyce: breves trazos de vida occidental dedicados, entre un nacimiento y una muerte casi contemporáneos, a la sonrisa y a la diversión desinteresada (traducción de Rosa de Viña).
La forma de hablar lenta, con sus ademanes y reflexiones tajantes, las pitadas al cigarrillo, sus conclusiones arbitrarias, sus pequeñas risas y los retazos de sus viviendas –la de la periferia romana en Via Demetriade 54 y la de Velletri– lo vuelven refractario para la cámara. La entrevista de la RAI es el único archivo audiovisual que queda de Wilcock. Se despacha contra casi todas sus actividades literarias –la de crítico, la de traductor, la de miembro de la industria cultural–, excepto con el hecho de ser poeta. Se mofa de Italia y Argentina por igual. También de sus contemporáneos. Reivindica, como en muchos artículos, a los clásicos. A Borges y a dos o tres italianos: algo de Morante, algunas páginas de Gadda y las novelas de Tommaso Landolfi. Muestra sus contradicciones con la misma mueca de seguridad con que lanza sus dardos verbales contra todos y cada uno, clavándose fundamentalmente en la cara atónita del entrevistador.
Wilcock necesita construirse esa comunidad total de la que se distancia para encontrar la felicidad de crear un mundo propio. Como bien titula Camurri el epílogo que escribe para cerrar la compilación de ensayos wilcockianos, hay una “Necessità della sprezzatura”. Esta palabra no significa sencillamente desprecio o desdén, supone antes que nada una actitud de distancia y afirmación. La misantropía wilcockiana está puesta a favor de la felicidad afirmativa de crear en soledad. El eremita construye los espejos que los hombres –y sus literatos– necesitan para encontrar el punto idiota en el que nacen, se desarrollan y mueren. Más cerca de los insectos y de los otros animales, de una frondosa vegetación de nombres únicos y variantes innumerables, en trance de vinculación con una trascendencia amorosa aniquilante, Wilcock encuentra su felicidad creativa en la soledad y el exilio. Un mundo extramundano. Y esta alegría tiene un precio impagable: asumir la muerte y la inmortalidad en el mismo gesto.