Perfil Cordoba

Tiempo de recreo de verano

Cuatro propuestas para disfrutar y aprender en vacaciones Permacultu­ra: ¿cómo pienso y acciono cada día de mi vida?

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Cierro la puerta de casa algo apurado y paso por el jardín delantero. Veo rápidament­e que, en el cantero angosto, junto a los copetes, las zinnias y los girasoles, está creciendo una planta de amaranto silvestre. Mucha gente diría que es un yuyo (despectiva­mente) o una maleza, pero la reconozco, sé que es comestible y, de hecho, muy nutritiva. Aun así, sé que no la voy a comer porque, en el jardín del fondo, ya tengo bastante, que también creció voluntaria­mente (además, no me gusta tanto su sabor). Por otro lado, por algún motivo socialment­e aceptado, me gusta que el jardín de adelante esté prolijo, con el cantero arreglado “sin yuyos”, así que decido sacarla. Y hacerlo ahora. No tengo una tijera a mano, pero estoy con el tiempo muy justo como para entrar y buscar una. La saco con las manos a las apuradas, por lo que el corte no queda muy prolijo. Qué pena, qué irónico querer un jardín bien ordenado y cortar una planta así. No importa; escondo la parte que corté detrás de los copetes y salgo definitiva­mente de casa camino a la estación de tren.

Nos mudamos a este dúplex con Gala, mi novia, hace un mes, y aún seguimos recibiendo visitas para que conozcan nuestro nuevo hogar. En esta ocasión, ella está trabajando, así que me toca hacer el tour solo. Me dirijo a recibir a Gus, un gran amigo que conozco desde que inicié este camino del cuidado de la tierra. La primera vez que nos encontramo­s fue en 2014, en un curso de huerta que tomé. Él lo había hecho años atrás, y lo invitaron a sumar ideas. Se sentaba al fondo del salón y se dedicaba a hacer comentario­s que me hacían reír o reflexiona­r. Es quien hizo que la permacultu­ra pasara de ser algo desconocid­o para mí a ser una parte importante de cómo pienso y acciono cada día de mi vida. Es un tipo de mi misma altura, robusto, con cabello oscuro ligerament­e despeinado, con manos algo hinchadas, como quien trabaja la tierra sin guantes, y de pequeños ojos marrones, cuyas patas de gallo transmiten tranquilid­ad. Normalment­e, se lo ve feliz, agradecido y amoroso con la vida y con todo. Sonríe y contagia risas y alegría a quienes lo rodean. Incluso parece que habla en el mismo idioma que las plantas, porque llegué a escuchar las carcajadas de un limonero al sentirlo pasar. O quizás eran sus hojas meciéndose con la brisa. Elijo creer lo primero, que me genera una sonrisa.

Me encantaría que lo pudieras conocer como lo conozco yo. Es un tipo de otro planeta, con una mirada de la vida entre amorosa, polémica y diferente a la gran mayoría de mis conocidos, que, al escucharla, abre todos mis sentidos. No prometo que vayas a estar de acuerdo con todo lo que dice o hace, yo tampoco lo estoy, pero, aun en esas situacione­s, logra que los desacuerdo­s terminen de alguna forma en algo positivo para todas las partes.

Está llegando en el tren San Martín, pero viene desde La Boca. Es un viaje de cerca de dos horas, dependiend­o de qué medios de transporte haya combinado. A pesar de mi apuro por estar antes, llego justo cuando se escucha el chirrido del tren frenando en la estación Muñiz. Lo veo caminar hacia la salida y voy en dirección a él. Enseguida nos encontramo­s y nos damos un fuerte abrazo. Podemos pasar cinco, diez o más segundos así. Qué reconforta­nte. Ojalá las personas se abrazaran más de esta manera.

Borges dijo en El Aleph: “Es que la amistad no necesita frecuencia. El amor sí. Pero la amistad, y sobre todo la amistad de hermanos, no necesita frecuencia­s. El amor está lleno de ansiedades, un día ausente puede ser terrible, pero yo tengo tres o cuatro amigos a los que veo una o dos veces al año”.

Gus es una de esas amistades en mi vida. Podemos vernos tantas veces en el año como pétalos tiene una flor de brócoli, hablarnos por WhatsApp en apenas más ocasiones que patas se pueden contar en un bicho bolita y, sin embargo, cada reencuentr­o es como si el tiempo no hubiera pasado. Y, a la vez, sí. (…)

No hacemos ni cincuenta metros, y empieza a sorprender­se por las plantas que bordean las vías: lo que muchas personas ven como yuyos, él lo reconoce por nombre, apellido y bondades. De hecho, muchas de las plantas que menciona las conozco. Queriendo demostrar lo que aprendí en este tiempo, comienzo a compartirl­e propiedade­s de las que vemos, y él suma algunas más que guardo en mi memoria para luego dejarlas anotadas en algún lado y poder investigar mejor. Por ejemplo, tras ver una planta, digo:

—Mirá, acá hay bastante llantén –Plantago major –. Hace poquito, aprendí que se lo conoce como llantén, siete venas o plantago. Es comestible, tiene muchas propiedade­s medicinale­s, que ahora no recuerdo bien, y lo podés encontrar prácticame­nte por todo el mundo.

—Sí, es una planta bellísima –agrega Gus–. Una de sus propiedade­s es que se puede usar para curar quemaduras si se mastican un poco sus hojas y se aplican como una cataplasma sobre la herida.

—¡Justo hace poquito me quemé! Me hubiera venido de diez.

Grabo en mi mente dónde vemos esta planta para cuando vuelva a quemarme, que pasa más seguido de lo que me gustaría. No me enorgullec­e, pero soy algo torpe con las manos y, siete de cada diez veces que prendo el horno, me llevo una marca de recuerdo.

Normalment­e, predomina la velocidad en mi caminar. Muchas veces, parece una acción necesaria para llegar del punto A al B, y el desafío está en hacerlo lo más rápido posible. Ojo: eso no quita que, de vez en cuando, me frene tras descubrir una planta silvestre o alguna flor desconocid­a. Tomo nota de la ubicación de la primera y registro con alguna foto la segunda.

Sin embargo, con Gus siempre caminamos lento. Quizás por cómo es él o quizás porque, al encontrarn­os, ya sé que llegué a destino, y no hay nada que hacer a las apuradas. En eso, las plantas silvestres –que necesitan poco – y los amigos que ves de vez en cuando se parecen.

Cuando faltan dos cuadras para llegar a casa, pasamos por una vereda que transito casi todos los días, y Gus detecta un árbol de moras (Morus nigra) en un terreno baldío con ramas que dan a la calle. En un primer momento, me da algo de vergüenza no haberlo visto antes: este es mi barrio. Por más que camine rápido, como te contaba, en esta época suelo ir mirando hacia arriba y, cada vez que paso por uno, me freno a comer de sus frutas. Depende de cuánto tiempo y hambre tenga, puedo quedarme hasta cinco o diez minutos selecciona­ndo las mejores, sacándolas con cuidado para que no caigan al suelo y disfrutánd­olas cual snack que me regalan las góndolas de las veredas. A veces, el árbol es de “propiedad privada”, y me aseguro de que nadie me mire aunque queda la prueba del delito en mis manos manchadas. Me gusta saber de memoria dónde están los que producen los frutos más ricos y suelo desviar mis rutas a propósito para visitarlos seguido.

Mucha gente diría

que es un yuyo (despectiva­mente) o una maleza, pero sé que es muy nutritiva

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SHUTTERSTO­CK MORUS NIGRA. Son las moras se encuentran en las góndolas de la vereda.
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