La agresión sexual y la pérdida de control
Uno de los consejos que más me sacaba de quicio después de que un hombre me agarró el culo en el andén de una estación de subte en Montreal era que no tomara más el transporte público. Nunca más. El noviecito de aquel entonces, que se había negado a acompañarme a la comisaría (hay que entenderlo, se hubiera perdido su partido de vóley), me lo repetía sin mosquearse. Las colegas y amigas venían todas con sus recomendaciones: ir a la universidad en auto, comprar pimienta de Cayena, sujetar las llaves entre los dedos mientras estaba en viaje de un lado a otro, andar con una navaja en la mochila. Esas “soluciones” que intentaban ensartarme por la garganta se resumían a huir o portar un arma. Además de sobreentender que un próximo ataque era inevitable, dejaban al descubierto la desigualdad de fuerzas: sería necesario un cuchillo o algún objeto contundente para defenderme. (…)
Afirmar su perversión a plena luz del día ya no podía esperar. Había que consumar el acto. Y fue él quien, al despertar el miedo hundido en mis entrañas, volvió a abrir el baúl de mis traumas de infancia. (…)
Quedé paralizada. Perdida entre el comienzo del manoseo y la comprensión de lo que estaba pasando. Podría haberme girado. (…) En Teoría King Kong, Virginie Despentes cuenta que tenía un cuchillo encima en el momento en que varios hombres se juntaron para violarla. La idea de sacar el arma y amenazarlos, o inclusive tajearles la cara, jamás se le pasó por la cabeza.
Antes de padecer un trauma, la realidad parece sostenernos, mantenernos en un lugar preciso dentro de la marcha del mundo. La realidad enmarca nuestra vida con balizas estancas y escrupulosamente definidas. Y mientras nos creemos en plena posesión de lo real y consideramos impermeables las fronteras entre el interior y el exterior, resulta que una persona (o varias) decide forzar la entrada de nuestro cuerpo, decide, desde lo alto de su exceso de odio, agarrarnos el sexo, dominarnos, humillarnos, destruirnos. La parte imprevisible e inesperada del acontecimiento violento franquea nuestras barreras defensivas de modo tan súbito y con una fuerza tan vivaz, tan brutal, que se torna difícil responder al peligro de manera efectiva. La imposibilidad (real o imaginaria) de huir o evitar la amenaza desorganiza el circuito autodefensivo que habitualmente, en situación de peligro, estimula al sistema nervioso simpático y provoca un brote de adrenalina. Ahora bien, durante el trauma, hay una entrada forzada: el mundo del otro cruza mi mundo interior. Sin advertencia, sin mediación ni preaviso.
Tal desgarro del envoltorio psíquico causado por aquello del ataque que cae bajo la órbita de lo inaudito neutraliza nuestra capacidad para reaccionar, nos saca de nosotros mismos, nos captura. Cualquier agresión sexual –la penetración no consentida de una parte del cuerpo, pero también los manoseos, el froteurismo, el stealthing (quitarse el preservativo sin el consentimiento del otro), los actos exhibicionistas y demás– destituye al yo de sus poderes de acción y reacción. Ordena un exilio. La intrusión en une de lo extremo, de una furia misógina, ese encuentro patológico nos hurta nuestra potencia para actuar. Nos retrotrae a un estadio primitivo, a ese tiempo que precede al sí, en el cual nuestra identidad aún no estaba constituida. Los especialistas del trauma psíquico lo llaman asombro traumático. Una fuga inmóvil. Un estado de shock. Una estupefacción y la imposibilidad de sacar el cuchillo del bolsillo, de salir corriendo, de responder en el acto a un suceso amenazante.
La agresión sexual es una bomba que lanzan dentro de nuestras trayectorias personales. Su deflagración trastoca absolutamente todos nuestros puntos de referencia. Y se horadan las representaciones simbólicas mediante las cuales se filtran y conforman nuestros vínculos con el otro, con el humano. La comprensión de aquello que está ocurriendo, en el momento mismo en que está ocurriendo, se escabulle por esa brecha. ¿Porque cómo aprehender que un padre, un amigo, un desconocido, un vecino, un cuñado, una esposa, un colega, un tío, un grupo quiera colocarnos bajo su gobernanza? Nuestra manera de circular por el mundo y habitarlo se verá radicalmente transformada y viciada por esto. El instante de la confrontación sensorial, por tanto, de la violación deviene entonces en el punto de origen de una nueva realidad. Hasta ahí llega el desbarajuste resultante.
En resumidas cuentas, los estudios sobre el trauma nos enseñan que es el estupor lo que hace que nos inmovilicemos ante los dedos, la botella de cerveza o la erección del asaltante. La sobrecarga emotiva invalidaría nuestros métodos individualizados de reacción. La pérdida de control sería total. Como en el momento del episodio del subte yo aún no había leído ningún ensayo teórico sobre el trauma, el hecho de haber quedado petrificada, de no haberme defendido en el instante en que un petiso de pelo oscuro transgredía los límites de mi intimidad me pareció aterrador. Había nacido con un defecto de existencia. Durante las semanas que siguieron a la agresión, la anomalía congénita que estaba convencida de padecer extendía sus sombras sobre todas las esferas de mi vida. ¿Cómo dormir sin instinto de supervivencia? Si mi organismo sufría apnea del sueño, ninguna alarma interior me iba a despertar. ¿Cómo defenderme contra un ladrón o una intrusa sin instinto de supervivencia? Debía comprobar que la cerradura de la puerta de entrada estuviera efectivamente trabada. Varias veces por noche. ¿Cómo salir sola? ¿Cómo circular entre la masa durante un recital? ¿Pedirle a un colega que me alcance hasta algún sitio? ¿Sentirme segura en medio de una fiesta alcoholizada? ¿Confiar en el padre de mi novio? ¿Cómo iba a poder negarme a una relación sexual si estaba desprovista de cualquier reflejo de autopreservación? En mí había una extraña que deseaba mi fin, y yo debía luchar contra ella. El miedo se había vuelto una suerte de solución de compromiso entre ella y yo. Un manto que alejaba la muerte. Que me protegía de una nueva agresión. La hipervigilancia atendía igual propósito. Cuando estaba en el andén del subte, me dedicaba a calcular la distancia entre los cuerpos. Conocía la ubicación de las puertas de salida de emergencia de cada lugar que visitaba. Controlaba incesantemente que nadie me siguiera por la vereda. Me aseguraba de no dejar que un hombre estuviera demasiado cerca de mí en la fila de espera del banco, en el almacén, en el mostrador de un restaurante. El mundo se encogía. Un oscuro velo persistía en rodear mis pensamientos y obstruir la luz. El recuerdo fragmentado de aquel frío día de octubre irrumpía sin tregua, perforando la madera de los días más triviales. El influjo de la amenaza se prolongaba hasta el hueco de la vida diaria. Y esto obstaculizaba mi deseo de olvido, de hacer de cuenta que nada había sucedido.
Estos son los síntomas de estrés que me permiten calificar de trauma la escena del subte, y aquí me inspiro en los trabajos de Cathy Caruth. Para que pueda hablarse de trauma, la destructividad ha de exceder el shock de los primeros instantes, sea esta diferida o inmediata. Lo que conforma el trauma es la imposibilidad de limitar su alcance. El desamparo se empecina con nuestro psiquismo. Al igual que la pulsión de muerte. El traumatismo se desata, pues, en el après-coup del episodio. Es su respuesta sintomática, una interpretación. El contragolpe. Nos transporta más allá del pavor inicial. Nos encierra en un pánico que nos asedia, es decir, en ese fuera del tiempo de la memoria traumática.
La sobrecarga emotiva invalidaría nuestros métodos individualizados
de reacción