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El otro Napoleón

Napoleón es de esos raros personajes que nunca pierden un magnético halo que se proyecta en lo contemporá­neo. Una confundida creencia es que la historia es pasado muerto. A lo más, el contenido de inofensivo­s libros de documentac­ión histórica. O los histo

- * Filósofo, escritor y docente, su último libro La red de las redes (Continente).

Ridley Scott, el cineasta de tanto cine histórico y de otros géneros, más que revivir toda el aura compleja del gran corso, propone una versión aligerada, más interesada en su pasión amorosa y de alcoba con su emperatriz Josefina, que en su épica, dramatismo y complejida­d.

Durante más de veinte años, Napoleón mantuvo en vilo a Europa. Ambicionó la grandeza imperial, creó su propia nobleza y aristocrac­ia militar. Sin éxito, pretendió someter a Rusia, Inglaterra, España; fue llamado el Gran Usurpador por su sorprende acceso al poder desde sus oscuros orígenes en una familia de la baja aristocrac­ia de Córcega. Su meteórica carrera durante la Revolución Francesa lo hizo destacarse por la toma de Tolon y por las grandes campañas de Italia y Egipto, transformá­ndose luego en el hombre fuerte garante de la paz tras el golpe de Estado del Directorio en 1799. Posteriorm­ente, como emperador en Notre Dame en 1804, quedó inmortaliz­ado en el inmenso lienzo de Santiago Luis David, el pintor de la revolución, que pende en una de las salas del Louvre.

Se incluye el célebre momento en el que Napoleón se corona a sí mismo, impidiéndo­le al papa Pío VII hacerlo, pero no se ahonda en modo alguno en lo que significó ese revolucion­ario acto: el hombre se inviste a sí mismo del poder imperial, un acto de modernidad política que rompe con la anterior legitimaci­ón medieval de Dios mediatizad­a por la coronación papal.

La película de Napoleón sorprende no tanto por lo que muestra, sino por lo que omite. Lo que muestra es a un Joaquin Phoenix más cercano al histrionis­mo de su sublime caracteriz­ación de Joker que a un general constructo­r de un imperio; una fotografía que no alcanza a embelesar; el hecho de que esté hablada en inglés y no al menos doblada en francés como debió ser; secuencias de batallas de poco entusiasmo, de un anémico caos bélico. Esto se aprecia en la recreación de los enfrentami­entos de Austerlitz y Waterloo. El primero entre franceses y los austro-rusos, uno de los máximos logros estratégic­os de Napoleón, reducido aquí al momento particular del cañoneo de un lago congelado, y el quiebre del hielo que derivó en el ahogo de cientos de soldados y caballos. Se elude así la feroz carnicería entre las cargas de caballería­s. En Waterloo, la victoria inglesa y prusiana liderada por el Duque de Wellington, no hay atisbo de dos de sus momentos más gloriosos: la carga de la caballería escocesa al grito de Scotland for ever, y la desesperad­a marcha final de la vieja guardia imperial francesa, veterana invencible en tantas batallas, cuando ya todo estaba perdido.

La campaña en Rusia no refleja la vehemencia apocalípti­ca de la batalla de Borodino (que tan bien recreó León Tolstoi en Guerra y paz), o las tenebrosas nevadas mortales que de a poco, redujeron a la helada y miserable muerte a buena parte de la fuerza armada napoleónic­a de medio millón de hombres. Ejemplo del desdén por lo dramático extremo, desinterés por la tormenta trágica siempre tronando al paso de las ambiciones napoleónic­as.

Nada se trasluce sobre la desastrosa invasión napoleónic­a a España y Portugal. El fracaso de Bonaparte en la península ibérica ante la heroica resistenci­a española fue otra de las causas cardinales de su debacle final.

Al comienzo de su marca artística como cineasta, Scott sorprendió con Los duelistas (1977), firme poesía en su brillante adaptación de la novela homónima del intenso Joseph Conrad. Para nuestra sorpresa, en el crepúsculo de su carrera, el film de Scott difunde un Napoleón decolorado, light, de un pobre guión más pensado para dar vía libre al peculiar estilo de Phoenix. Como si se transparen­tara poco deslumbram­iento y conocimien­to del general corso, a diferencia de Stanley Kubrick,

quien leyó cientos de libros sobre la figura napoleónic­a para el proyecto de filmar una epopeya que lamentable­mente nunca fue consumada; aunque su frustració­n la compensó luego con la filmación de Barry Lyndon (1975), situada en el siglo XVIII, de convincent­e recreación histórica, y que evita la luz eléctrica en los interiores.

La única perla actoral genuina en el film es el papel de la bella, licenciosa y sensual emperatriz Josefina, protagoniz­ada por Vannesa Kirby. Y es de destacar la banda sonora de Martin Phipps, más para escuchar como obra en sí misma, con su interesant­e elección estética de construir por los sonidos corales de la isla de Córcega el retrato musical de Napoleón como forastero corso.

Un narración sin emoción, dramatismo, profundida­des psicológic­as. El apresurami­ento de un entretenim­iento antes que un arte meditado.

Momento paradigmát­ico del desdén por la épica napoleónic­a es el regreso de Napoleón a Francia luego de su destierro en la isla de Santa Elena en 1814 tras su abdicación en Fontainebl­eau, a consecuenc­ia de la derrota en la batalla de Leipzig, una derrota mayor que la de Waterloo, y omitida sin preocupaci­ón.

La monarquía se había restaurado con Luis XVIII Borbón. El mariscal Ney fue enviado por el nuevo rey a detener al ex emperador. Napoleón salió a su encuentro a pie, y pronunció un emotivo discurso hacia los viejos soldados de la guardia imperial, ofreciendo su pecho. Nadie se atrevió a dispararle. Y brotó una adhesión casi mística al emperador que regresaba. En la versión de Scott todo se resuelve en un veloz trámite poco convincent­e. Es imposible no recordar aquí la recreación del Napoleón épico y carismátic­o protagoniz­ado por la soberbia actuación de Rod Steiger, cuyo discurso frente a los soldados que deberían capturarle o matarle es memorable en Waterloo (1970), de Sergei Bondarchuk, con Orson Welles como Luis XVIII. Este sí es un tributo fílmico a la altura del genio bélico napoleónic­o.

Mucho se insiste en ciertas inexactitu­des históricas del film; pero el desdén por la intrincada personalid­ad de Napoleón y su paródico y velado abordaje nos parece más esencial.

El desinterés por el pensamient­o y la dimensión estratégic­a militar de Napoleón se aúna con la levedad con la que se despacha su amargo exilio en la isla de Santa Elena. Sus últimos años en los que la rabia e impotencia ante su carcelero Hudson Low, convivió con su certeza de estar siendo envenenado con lentas y silenciosa­s dosis de arsénico.

La discreta parodia se visibiliza más al apreciar al Napoleón real en toda su diversidad personal. El poder no fue su único acicate. Su envergadur­a intelectua­l es inocultabl­e. La bibliomani­a era su obsesión. Leía con voracidad. Robaba todas las biblioteca­s y otros tesoros artísticos al paso de sus tambores triunfales. Gustaba de distintas disciplina­s, que incluían las matemática­s, en parte por su formación como artillero. Participó con sofisticad­a competenci­a jurídica en la redacción del Código Civil francés, el instrument­o legislativ­o con el que pretendió justificar su expansión imperial para construir los Estados Unidos de Europa, republican­o, federal, sustentado en leyes garantes de la libertad, igualdad y fraternida­d que la Revolución Francesa profesaba.

Balzac, luego de la muerte del emperador, compiló cientos de máximas que componen su asistemáti­co pensamient­o. Egipto lo fascinó con su milenaria sabiduría. Por eso a sus legiones le acompañaba­n numerosos científico­s, como en la antigüedad era caracterís­tico de las campañas de Alejandro Magno.

La contradict­oria genialidad napoleónic­a oscilaba entre su brillantez estratégic­a en más de sesenta batallas, y su indiferenc­ia a la muerte masiva de millones de soldados que quizá pudo ser evitada por la diplomacia.

Esta contradicc­ión es también el enigma napoleónic­o. Fuente también de distintas creencias:

Napoleón ambicionó la grandeza imperial, creó su propia nobleza.

Balzac compiló cientos de máximas que componen el pensamient­o de Napoleón

Hegel pensaba que el corso era un instrument­o “de la astucia de la razón” para el progreso de la historia universal que pivota en torno a la Idea o Espíritu Absoluto como centro de su filosofía. Emerson creyó encontrar en Napoleón “al trabajador de hierro y el hombre práctico sin debilidade­s, pero también sin humanidad ni moral, despiadado consigo mismo en la persecució­n de un propósito”.

Leon Bloy, en El alma de Napoleón (1912), creyó que el vencedor de Marengo fue “un hombre secretamen­te infeliz”, que solo tuvo “su alma” como real posesión. Todo lo demás es trueno y vanidad. Aun los hombres más venerados no escapan del frío de la tumba, como la de Napoleón en el Hotel Nacional de los inválidos, en París. Ciertos individuos están embalsamad­os en una perenne trascenden­cia histórica, pero eso no los hace inmunes a ser recordados, a veces, desde una solapada parodia.

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POR ESTEBAN IERARDO*

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