El Mirabeau de Ortega
La Historia de los Girondinos de Lamartine es la historia de la Revolución Francesa; en ella, destaca la locura final del Conde de Mirabeau. Este político murió en el tercer año de la revolución que había ayudado a ejecutar. Se habla de locura porque poco después de su muerte se hallaron en su armario documentos que probaban la venalidad del orador, que mantenía trato oculto con Luis XVI.
Ortega y Gasset consideró a Mirabeau el arquetipo del político y le consagró la obra ‘Mirabeau o el político'. El arquetipo y el ideal diferencian dos conceptos: “Los ideales son las cosas según estimamos que deberían ser; los arquetipos son las cosas según su realidad”. Es peligroso confundirlos: los ideales son riesgosos; a ellos debemos las guerras y la violencia política y “son engendrados más por nuestros deseos que por nuestra inteligencia”.
Según Ortega, “lo más característico de todo gran político (el arquetipo), es la inercia de su torrencial activismo”; como Mirabeau que, sin descanso, pasó años preso por deudas y líos amorosos. Fue uno de los grandes de la historia galante; 'atleta del amor' se llamó a sí mismo. No sólo fue un extraordinario orador, conductor de la Asamblea, sino uno de los escritores de cartas de amor más apasionado de la historia. Genial e inmoral, al mismo tiempo. Por eso Ortega se entregó a la tarea de comprender y justificar por qué un personaje mujeriego, mentiroso, impulsivo e inescrupuloso tuvo la visión de detectar lo necesario para que el proceso revolucionario no se degenerara, como finalmente pasó. Sostiene el madrileño que, mal que nos pese, en la historia universal “no hay grandes hombres con virtud” en el sentido moral y Mirabeau fue “el más inmoral de los grandes hombres”. A hombres así, por “su genio con algo de intelectual, sólo cabe pedirles arrepentimiento posterior”. Es que, “ser un buen político es tener una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado, en una Nación y, tal cosa, en general, está en pugna con la moral”.
Mirabeau aceptó servir al rey como su consejero secreto a cambio de que pagara sus deudas de 208.000 libras. Luis pagó con dinero austríaco y aceptó darle una mensualidad de 6.000 libras. Es entonces cuando el conde, con su oratoria dominante, abogó por una monarquía constitucional; se veía a sí mismo como uno de los futuros ministros reales. Aun así, defendiendo al rey, gozó de suficiente apoyo para ser elegido presidente del radical Club Jacobino, en 1790.
Es extraño que Ortega no solo enaltezca a Riquetti sino que también justifique su impudicia; pero mucho más inaceptable es que afirme que “no hay grandes hombres, con virtud” en el sentido moral.
A los 40 años, Mirabeau se convirtió en el orador más brillante de la Asamblea. Allí defendió el anglo constitucionalismo; aborrecía el despotismo, los privilegios, era frívolamente ateo e instintivamente librepensador. La singularidad del ideario constitucional del ‘orador del pueblo' no lo ha convertido en el ‘gran hombre' orteguiano. Su proyecto fracasó rotundamente, en gran parte desfavorecido por su reputación personal. "¡Cuánto daño hizo la inmoralidad de mi juventud a la causa pública!", supo escribir en ‘Cartas a Sofía'.
Lo que realmente resulto genial es que supo morir a tiempo para ser el primer huésped del panteón de los grandes hombres; el 2 de abril de 1791, cuando ya se rumoreaba su traición, cayó víctima de pericarditis. De haber sobrevivido un año más hubiera sido una de las primeras víctimas de la ‘cuchilla nacional'.