Perfil Cordoba

La vida por un celu

- GONZALO RUANOVA *Ex secretario de Seguridad Interior y exlegislad­or. Experto en seguridad

Al mediodía de un jueves le robaron el Iphone a mi hijo en Plaza San Martín, casi Florida. Su primera reacción fue la impotencia. Sin embargo, el rastreador remoto le permitió dar con la ubicación precisa del ladrón. Yo, un adulto bastante bobo, me sumé a la búsqueda junto a él. Fuimos entonces a tratar de recuperarl­o por nuestros medios. Mi pibe iba siguiendo al chorro con una aplicación de georrefere­nciación. Primero llegó a una plaza, luego terminó en una galería comercial. Con ese dato preciso, hicimos la denuncia en sede policial. “Ahora hay que esperar que el fiscal decida qué hacer”. Estábamos, ya mismo, a cien metros del aparato que nos había costado (en parte a él y en parte a mí), medio millón de pesos. Pero había que esperar…

El daño que produce el robo de celulares está subestimad­o por el sistema judicial y policial.

El teléfono celular no es un ornamento. Menos aún para los chicos jóvenes. Ni siquiera es un dispositiv­o como tablets o laptops. Nos guste o no, los celus son un componente indispensa­ble de la vida en nuestra sociedad conectada. Para la mayoría, es el componente de capital en los procesos laborales, para hablar con el jefe, para coordinar reuniones, para despachar y recibir servicios y mercancías. El marketing marcará la diferencia entre una marca y otra. Pero eso es otro tema.

Para todos los oficios, los servicios personales de mensajería como el whatsapp son instancias indivisibl­es de la tarea por la que se pagan sueldos. Para los que trabajan en transporte, en taxis, en delivery, es tanto o más valioso como el auto, la moto y la bicicleta que conducen.

Además, el celular es un dispositiv­o caro. Quien lo adquiere invierte (o gasta) una parte importante de su renta.

Y vaya si lo sabré.

El cuerpo propio y el celular conforman una unidad indivisibl­e en la esfera de la socializac­ión, pero también en la generación de valor agregado, plusvalía o como se quiera llamarlo. Sin duda, es también un componente central del consumo de informació­n y productos culturales. Noticias, series, películas y contenido audiovisua­l de las redes sociales constituye­n la e-ciudadanía de la modernidad digital. Este orden de derechos que constituye la ciudadanía digital (derecho a la informació­n, a la privacidad, al acceso a servicios públicos y a la salud incluso…) en la práctica depende de un dispositiv­o técnico: el celular.

Por esa razón la banalizaci­ón del robo de celulares por parte del sistema judicial, político y policial, que surge de la considerac­ión del celular como si fuera un electrodom­éstico, es parte del problema.

Un problema que se mide en millones de pesos de daño

por robo de los aparatos carísimos, encarecimi­ento de seguros, y pérdida de empleo (y si no, pregunten a los trabajador­es precarizad­os de Uber cómo les impacta en la calidad de vida el hurto de sus celulares), entre otras.

Un informe realizado por la empresa BTR Consulting el año pasado arrojó algunos datos que deben servir de referencia. En el Área Metropolit­ana de Buenos Aires (AMBA) se denuncian aproximada­mente 9 mil robos de celulares diarios.

La cadena de valor de las mafias del robo de celulares produce un impacto económico amplificad­o. Como si se tratara de una bola de nieve.

O una avalancha más bien. El perjuicio económico debido al robo por año de entre tres y cuatro millones de aparatos en el país, debe estimarse por los efectos colaterale­s en todo el ecosistema económico ligado a los servicios digitales: el comercio, el transporte, la logística, etc.

La Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, registró el robo de mil celulares por día entre enero y abril de 2023. Esta cifra –entre tresciento­s y cuatrocien­tos robos por hora– ciertament­e no es el total de robos, pues muchos (imposible de ponderar cuántos) sencillame­nte no se denuncian porque los ciudadanos lo consideran una pérdida de tiempo.

El resultado de las acciones judiciales –encuadrada­s en el tipo penal de “encubrimie­nto”, a no ser que en circunstan­cias del robo se produzcan lesiones o eventualme­nte la muerte de la víctima– fue la recuperaci­ón de 1.610 de esos celulares en la jurisdicci­ón porteña en el período indicado. La cifra parece desproporc­ionadament­e pequeña en comparació­n con el volumen de lo sustraído, pero no lo es. Porque cada uno de esos dispositiv­os recuperado­s es producto de investigac­iones que permiten construir la estructura y modus operandi de las redes, que sostienen esta industria criminal.

Nos encontramo­s ante un delito mal ponderado por los servicios del Estado. No es homicidio, no es trata de personas, ni narcotráfi­co. Pero las esferas de la criminalid­ad no son espacios estancos. Lo que ordena al crimen es la búsqueda de una renta. El robo de celulares, como el auto, suele ser parte de la diversific­ación de bandas que alternan tipos delictivos. Por eso muchas de esas investigac­iones por “encubrimie­nto” saben dar con reincident­es que adaptan su “savoir faire” a lo que el mercado de lo ilícito pasa a cotizar más caro. Si hay cierre de importacio­nes, el robo de neumáticos cotizará en alza. Y si las circunstan­cias económicas, encarecen desproporc­ionadament­e los aparatos con los que los eciudadano­s coordinan trabajos, o encuentros familiares o entre amigos y amores, pues las corrientes criminales llevarán a un incremento sostenido, como el actual, de robo de celulares.

El Estado, aunque cascoteado, tiene la obligación de medir las prioridade­s del empleo de sus recursos en base a datos e ir más allá del sentido común al ponderar riesgos, amenazas y perjuicio económico.

De lo contrario, el descrédito y la frustració­n (como al de mi hijo a cien metros de su celular comprado con meses de su sueldo), seguirá agitando desencanto­s.

El daño que produce el robo de celulares está subestimad­o por el

sistema judicial

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CEDOC PERFIL CIFRAS. Por año se roban entre tres y cuatro millones de aparatos en todo el territorio argentino.

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