Perfil Cordoba

Por un nunca más

La historia de Silvia Labayru

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EMontonero­s fue un grupo de

extracción peronista, surgido

en los 70

mpieza con un cántico en latín, en una terraza. Hay viento la noche del 27 de noviembre de 2022 en Buenos Aires. La terraza corona un edificio de dos plantas que retiene una firme autoconcie­ncia de su belleza con esa altanería refinada de las construcci­ones antiguas. Se llega a ella después de atravesar un corredor extenso cubierto de paneles de vidrio ensombreci­dos por el hollín –un detalle que aporta humanidad, un defecto necesario– y subir una escalera, una ascensión virtuosa de mármol blanco. Inserta en el centro de la manzana, la terraza parece una balsa rústica rodeada por olas de edificios más altos. Todo luce atacado por una sequedad armónica, un ascetismo de diseño (lo que no es extraño puesto que dos de las personas que viven aquí son arquitecta­s): cañas indias, enredadera­s, bancos largos, sillas plegables de lona, una banqueta con almohadone­s blancos. La mesa, de madera cruda, está debajo de una tela de media sombra que se agita con lo que fue primero brisa y ahora es un viento fresco que despeja el calor ingobernab­le del fin de la primavera austral. En la parrilla se cocinan a fuego lento morcillas, pollo, lomo. Cada tanto, uno de los dueños de casa, el fotógrafo Dani Yako, se acerca hasta allí para controlar la cocción. Está, como siempre, vestido de negro: chomba Lacoste, jeans. Hace algunos años tenía un bigote aparatoso. Ahora lleva barba corta, los mismos anteojos de marcos gruesos. Al volver a la mesa le basta con escuchar dos o tres palabras para reinsertar­se en la conversaci­ón. Es normal: conoce a casi todas las personas que están allí desde 1969, cuando tenía 13 años.

—Me dijeron que en la presentaci­ón del libro estuvo la Royo –dice Yako.

—¡Cómo no nos avisaste! –dice Débora.

—Yo no la vi –dice Silvia Luz.

Alba dice, algo indiferent­e: —o tampoco.

No dicen nada ni Laura ni Julia, la mujer y la hija de Yako –las arquitecta­s, que ya deben haber escuchado hablar de la Royo en otras cenas como ésta–, ni Silvia, ni Hugo.

—Bueno, me dijeron que estaba, yo no la vi– dice Yako, fingiendo ofuscación infantil, encogiéndo­se de hombros.

La presentaci­ón a la que alude es la de su último libro de fotos, Exilio, que reúne imágenes tomadas desde 1976 y hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, en las que se ve a casi todas las personas que están en la terraza (y a otras que no están aquí). La presentaci­ón se hizo en una librería del barrio de Palermo llamada Libros del Pasaje el jueves 3 de noviembre de 2022, pocas semanas atrás. Royo es la profesora de latín del colegio secundario al que fueron todos ellos, que rondan la misma edad: 65 años.

—Me hubiera gustado verla –dice Débora.

Entonces, como si el apellido Royo hubiera sido una clave, alguien –quizás Débora– entona la frase en latín: “Ut queant laxis/resonare fibris”. Y Silvia Luz se suma: “Mira gestorum, Famuli tuorum”. Y Silvia: “Salve polluti, Lavii reatum”. Y todos llegan al final –“Sancte Ioannes”– mientras golpean la superficie de la mesa con suavidad civilizada para que las botellas y los platos y las copas no terminen en el piso, siguiendo el compás de ese himno que cantaban en años en los que nada había sucedido, en los que todo estaba empezando, una bacteria larvada dentro de una matriz que iba a romperse en pedazos.

UT queant laxis REsonare fibris MIra gestorum FAmuli tuorum SAlve polluti, LAvii reatum Sancte Ioannes.

La traducción sería: “Para que puedan/ exaltar a pleno pulmón/ las maravillas/ estos siervos tuyos/ perdona la falta/ de nuestros labios impuros/ San Juan”. Es el el Himno a San Juan Bautista, escrito por Pablo el Diácono en el siglo VIII. Sus versos comienzan con las notas musicales: Re, Mi, Fa, Sol. Ut es la forma antigua utilizada para la nota Do.

–¡Ut –grita Débora– es Do!

La primera vez que la vi fue en la foto de un periódico. Aunque estaba sentada sobre lo que parecía una tapa de cemento en mitad de un jardín frondoso, se notaba que era alta. El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticad­o, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje. Usaba el flequillo insolente que solían usar muchachas de otra época. Le calzaba ese sustantivo: muchacha. Aparentaba muchos años menos de los que se deducían del artículo: 64. Vestía una prenda de mangas largas color azul,

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