Perfil Cordoba

El momento fundaciona­l del kirchneris­mo: el Presidente dice: “Proceda”.

Cuatro libros que desde diferentes editoriale­s y ángulos llaman a la reflexión: “Historia de la última dictadura militar”, de Gabriela Águila, SXXI editores; de los autores Joaquín Sánchez Mariño y Julián Zocchi de Planeta;

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“El cuadro”,

“Para ser humanos, de Pablo Melicchio, de editorial Marea y “Alfonsín y los derechos humanos, escrito por Alejandro Carrió, de Sudamerica­na. Un aniversari­o que invita a la memoria, verdad y justicia por los que ya no están, por los que aún buscan su origen y para que “ellas”, las Madres y Abuelas vean que su lucha tuvo sus frutos.

24 de marzo de 2004, El Palomar, Colegio Militar de la Nación. Néstor Kirchner le ordena a su jefe de Gabinete que vaya a estudiar los ánimos antes del comienzo del acto. Alberto Fernández obedece. —Buenas, ¿cómo andamos? –saluda con una sonrisa forzada.

—Estamos mal, estamos mal… –el que habla con tono dramático es el ministro José Pampuro.

—¿Qué pasó, Pepe?

—Acá estamos discutiend­o con Bendini quién baja el cuadro –responde el hombre a cargo de Defensa.

—Y bajalo vos, Pepe –dice Fernández, como si no viera el problema.

—Pero escuchame, si el cuadro lo bajo yo, no vuelvo nunca más al ministerio.

—¿Y usted, general? –Fernández gira la cabeza y mira a Roberto Bendini, titular del Ejército.

—Y bueno… para mí es difícil, porque para mis camaradas es un tema complicado. Finalmente, más allá de lo que hicieron como presidente­s, ellos están acá por haber sido directores del Colegio Militar –se excusa.

—¡Eran dos asesinos, a quién le importa lo que fueron antes! ¿Qué hacemos entonces?, ¿le decimos que lo baje al edecán?

—Y bueno, es un tema difícil –insiste Pampuro.

—Déjense de joder, resuelvan quién baja el cuadro. Lejos de lo que ustedes sienten, van a pasar a la historia.

En medio de la charla, la puerta del cuarto se abre y aparece el presidente Néstor Kirchner.

—¿Qué pasa acá? –pregunta. —Estamos viendo quién baja el cuadro –responde Fernández.

—¿Cuál es el problema? Es bajar un cuadro –dice entonces Kirchner, y hace un gesto con sus manos como agitando el aire. No hay respuestas. Kirchner insiste.

—¿El problema es quién baja el cuadro? ¡Que lo baje el jefe del Ejército! Bendini, haceme caso, subí vos y bajá a Videla de ahí que vas a quedar en la historia. ¿O no te animás? –Kirchner pega media vuelta y se va, sin esperar respuesta.

Los tres se quedan en silencio, pero piensan en escenarios completame­nte diferentes. Fernández considera que la situación está resuelta, Bendini comprende finalmente su destino y Pampuro sigue sin saber quién va a bajar el cuadro, acostumbra­do a que Kirchner le juegue bromas con cada asunto delicado que aparece.

Unos minutos después salen de la sala y comienza el acto que muchos consideran como el momento fundaciona­l del kirchneris­mo: el Presidente dice: “Proceda” y Bendini sube dos escalones y descuelga el cuadro de Videla del Colegio Militar. A partir de ese minuto, los derechos humanos pasarán a ser una bandera clave en el gobierno y se inaugurará el movimiento popular más importante de la historia reciente de la Argentina.

Pero esta historia tiene un lado oculto, que había comenzado unos días antes, en esa misma galería llena de cuadros, cuando un grupo de cadetes del Colegio Militar, aspirantes a oficiales del Ejército, se reunieron en secreto y organizaro­n el robo de ese cuadro que –sabían– planeaba bajar Néstor Carlos Kirchner. Durante casi dos décadas nadie tuvo la certeza de si ese hurto finalmente se hizo o no, todo quedó oculto tras la imagen efectiva de Bendini retirando el famoso cuadro. Pero un día del año 2020, uno de esos cadetes

(hoy un militar en servicio) quiso hablar. Este libro es la historia de esa confesión, una crónica de un robo del que nadie supo nada, pero que sucedió. Un puñado de jóvenes de entre 19 y 22 años hicieron un operativo veloz un día antes del acto del 24 de marzo y sustrajero­n de la galería la imagen de Jorge Rafael Videla. (…)

El oficial tiene más o menos nuestra edad, segurament­e esté entre los 37 y los 42 años. Abre un paquete de Marlboro. Saca un fósforo de una cajita y con una técnica muy de macho alfa raspa la cabeza de azufre colorado contra el borde de vidrio molido. A uno de nosotros la pose le hace acordar a “Cinema Verité”, una canción de Serú Girán. La cerilla suena como si hubiera encendido una bengala en el silencio de una Buenos Aires autorreclu­ida por la pandemia del coronaviru­s. La reunión se produce en aquellos días en los que de a poco los bares volvían a abrir.

El tema del encuentro está claro. Y surge una pregunta sencilla, como para entender con quién estamos hablando.

—¿Y vos qué pensás de lo que hizo Videla?

—Yo creo que el tipo agarró una olla caliente y se le fue de las manos la situación.

El oficial saca el teléfono del bolsillo de su pantalón pinzado y lo apaga. El aparato tiene unos años y tarda en reaccionar.

—Vamos más cerca de la fuente –pide–. Antes, cuando hablábamos de algo confidenci­al, les podías sacar la batería… Cosas de milicos –completa, sumergido en su juego de espías.

Nos sentimos en una novela de los ochenta, antes del final de la Guerra Fría. La ciudad vacía se convierte en un elemento clave de esa escenograf­ía surrealist­a. Pero el tipo tendrá sus razones para desconfiar: si su accionar saliera a la luz, podría ponerse en juego su carrera militar.

—Por eso les digo, si hubieran blanqueado adónde pusieron a los muertos se acababa todo el quilombo –sigue, convencido de una teoría que claramente quiere hacernos saber.

Antes del encuentro teníamos pautas claras: lo íbamos a dejar hablar y no podíamos cruzarlo con posiciones personales. Cuando termina su teoría los dos nos miramos, pero apenas si movemos los ojos. Trabajamos durante meses para llegar a este momento. El oficial sigue hablando y no para de fumar. Toma el cigarrillo siempre con los dedos índice y pulgar de su mano derecha.

—Qué loco que justo nos encontremo­s hoy –dice uno de nosotros para romper el hielo.

—Sí, menos mal que a éste no se le ocurrió llamarnos – responde, rápido de reflejos, sabiendo de qué hablamos.

Cuando dice “este”, se refiere al presidente, Alberto Fernández, que a esta altura ya agota unos cuatrocien­tos días de su mandato.

—¿Y qué hubieran hecho si los llamaba?

—Nooo… no hubiéramos ido. No nos íbamos a cagar a tiros con la policía por estos zurdos.

La casualidad dictó que esa misma noche, mientras nos juntábamos con una de las cabezas de un robo que permaneció oculto durante casi veinte años, un robo que remite al pasado más oscuro y que al parecer sigue escondido, latente en algunos estratos de la sociedad, la Policía Bonaerense rodeara la quinta de Olivos con el presidente adentro para reclamar mejores condicione­s de trabajo. La casualidad dispuso también que Eduardo Duhalde, justo ese día, dijera que existía la posibilida­d de un nuevo golpe de Estado en la Argentina. Y finalmente decretó que durante esa oscura y solitaria noche en medio del confinamie­nto, junto a una fuente, prendiendo cigarrillo­s nerviosos una y otra vez, el hombre que quiso rescatar de la historia la figura de Jorge Rafael Videla nos lo confesara todo.

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cuadro de Videla del Colegio Militar”.
SILENCIO. “Bendini sube dos escalones y descuelga el cuadro de Videla del Colegio Militar”.

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