Enjuiciando al terrorismo de Estado
Aesta altura contamos con suficientes elementos para concluir que, para cualquier presidente que asumiera el poder en diciembre de 1983, la salida “fácil” habría sido dar vuelta la página, olvidar el pasado y comenzar a gobernar. Previo a las elecciones el Partido Justicialista, históricamente el de mayor caudal electoral, de ninguna manera había dado señales de que buscaría revisar lo actuado por los militares en su alegada “guerra sucia” contra la subversión. A su vez, su candidato presidencial había dado a entender, sin perjuicio de posibles reparos personales a una Ley de Autoamnistía, que la misma tendría “efectos irreversibles”. Ese partido, no debe olvidarse, había obtenido el cuarenta por ciento de los votos.
Tampoco existía en el país ninguna exigencia generalizada por el juzgamiento y castigo por los delitos que pudieran haber cometido las Fuerzas Armadas. Eso era algo que, en el pasado, no se había hecho nunca. Ni en la Argentina, ni en toda la región, donde los golpes de Estado fueron moneda corriente durante buena parte del siglo XX. Los medios periodísticos, a su vez, se habían ocupado muy poco de exigir respuestas ante los reclamos provenientes de las organizaciones por los derechos humanos. Vale decir, tampoco puede sostenerse que Alfonsín se haya sentido presionado o influenciado por una suerte de “ola” de demandas en ese sentido. Casi todos los entrevistados han coincidido en que una supuesta demanda de juicio y castigo a los militares era algo inexistente.
El Presidente, en definitiva, puso en ejecución su política de derechos humanos movido por imperativos morales y de recuperación del imperio del derecho. “No podría nunca reconstruirse la República sobre la base de la impunidad y mirando para otro lado”, fue básicamente lo que les transmitió a algunos asesores y colaboradores en esos momentos fundacionales.
La decisión de enjuiciar a las juntas y a generales con capacidad decisoria. Razones para una “inculpación selectiva”.
Aun cuando Alfonsín tomó la decisión de enjuiciar a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas con escaso apoyo, su intención era también responsabilizar a aquellos generales con mando sobre determinadas zonas y subzonas. El Decreto 158 anunció así “que la existencia de planes de órdenes hace a los miembros de la Junta Militar y a los mandos de las Fuerzas Armadas con capacidad decisoria, responsables en calidad de autores mediatos por los hechos delictivos ocurridos en el marco de los planes trazados y supervisados por las instancias superiores”.
Sabemos que, para esta decisión, así como para rechazar la Ley de Autoamnistía, el presidente se apoyó en la opinión de unos pocos asesores del mundo jurídico (Carlos Nino y Jaime Malamud Goti, e inicialmente también Martín Farrell y Genaro Carrió). Ello lo hizo contra la opinión de integrantes de su propio gabinete, preocupados principalmente por la “gobernabilidad” del país.
Unas palabras previas al respecto. Quizá muchos recuerden la película “Todos los hombres del presidente”, estrenada en los Estados Unidos a mediados de los años setenta. El contexto era el escándalo de Watergate y las maniobras del presidente Nixon y un grupo de colaboradores para encubrir su participación en tareas de espionaje en la sede del Partido Demócrata, escándalo que vio la luz a raíz
de la investigación de dos periodistas del “Washington Post”. “Los hombres del presidente” eran justamente esos colaboradores inescrupulosos que ayudaron a Nixon en las maniobras de encubrimiento.
Entiendo que la valía de un jefe de Estado puede medirse por la calidad de los asesores que elige. Para este tema tan delicado de diseñar una política de derechos humanos, Alfonsín buscó a personas de una gran formación intelectual y jurídica, absolutamente ajenas al mundo de la política. Junto a Nino y Malamud Goti, a los que les dedicaba en sus charlas largo tiempo, ideó un esquema de atribución de responsabilidades que le permitiera encontrar un equilibrio entre, por un lado, lo que era moralmente aceptable, y por otro, su capacidad real de mantener el poder de mando sobre las Fuerzas Armadas.
Así nació la idea, la cual le daría luego más de un dolor de cabeza, de concebir los “tres niveles de responsabilidad”: los que habían dado las órdenes, así como los que se habían desviado de ellas y cometido delitos con ensañamiento o un propósito de lucro, serían castigados. No así los oficiales inferiores, que las habían ejecutado. Alfonsín seguramente entendió que era moralmente defendible no buscar el castigo de todos los militares que hubieran cometido delitos, siguiendo aquí las ideas de Bentham que le acercó Martín Farrell. Y seguramente compartió también la posición de que prolongar por largo tiempo los enjuiciamientos a militares sería algo muy divisivo para la sociedad, según las ideas de Malamud Goti. (…)
La creación y puesta en funcionamiento de la Conadep.
Como adelanté en las palabras previas a la entrevista a Graciela Fernández Meijide, un aspecto central en la política de derechos humanos de Alfonsín fue haber creado una comisión especial que investigara la tragedia de la desaparición de personas. Esa comisión, según estipulaba el Decreto 187 del 15 de diciembre de 1983, tendría a su disposición todos los recursos necesarios para recibir denuncias, determinar el destino de los desaparecidos y la ubicación de niños sustraídos, solicitar y producir pruebas, recabar informes, tomar testimonios, visitar los lugares que considerara necesario (incluidos, claro está, los centros de detención), poner en conocimiento de la Justicia los elementos relacionados con la comisión de delitos y producir un informe final con una explicación detallada de los hechos investigados. Es interesante además remarcar que Alfonsín sorprendió a varios de sus asesores al idear esta comisión, según los testimonios recogidos durante este trabajo.
No voy a reiterar aquí el completísimo relato que ofreció Graciela Fernández Meijide sobre cómo, pese a sus reservas iniciales, esta decisión de Alfonsín de preferir una comisión de notables, alejados del mundo de la política, rindió todos los frutos que seguramente el Presidente tuvo en mira al disponer su creación. Solo voy a remarcar algunos aspectos relevantes.
Según ilustraron José Ignacio López y Raúl Alconada Sempé, para la conformación de la Conadep Alfonsín optó por personas con una gran experiencia en temas de derechos humanos, varios de ellos fogueados ya en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, institución que el Presidente conocía bien. La decisión de uno de sus integrantes, Jaime de Nevares, de convocar a Graciela Fernández Meijide fue sin duda un gran acierto. Basta recordar todo lo narrado por ella a la hora de buscar incansablemente pruebas y visitar centros clandestinos, siguiendo su “método del imán” para el armado de “paquetitos”, que se enviarían luego a la Justicia.
Todo ello explica, entonces, el reconocimiento hecho por el fiscal Strassera respecto de la labor de la Conadep cuando afirmó que, para la presentación de la prueba en el juicio a los comandantes, la Fiscalía se basó principalmente en el informe del