“En los jóvenes de los 70...”
es urbana, tiene procedimientos terroristas.
—Vos señalás en tu libro que el asesinato de Aramburu tiene características terroristas.
—La única manera en la que una guerrilla se hace conocer en las grandes ciudades es poniendo bombas, realizando secuestros. De no ser así, no tiene cómo transmitir su existencia. La guerrilla en el monte, como lo hizo el Che Guevara y luego el ERP, se enfrenta con fuerzas regulares y en ese sentido la sociedad puede integrarse más o menos, pero haciendo más limitada la posibilidad de la muerte inocente, aun cuando también puede ocurrir. Tuvimos entonces, en Argentina, una generación que deseaba eliminar definitivamente al peronismo, pero que cada vez que aparece un Frondizi o un Illia que se proponen legalizar al peronismo, le responde con un golpe. De 1955 hacia adelante la resistencia peronista por un lado y la juventud peronista por otro se justifican a sí mismas por semejante cantidad de golpes militares. La sociedad, entonces, justifica cierta violencia contra la violencia de los golpes. Hasta ese momento, los jóvenes que emprendían la lucha guerrillera tenían bastante aceptación en la clase media y media alta. No así en la resistencia peronista, que los sentía (sobre todo a Montoneros) como intrusos. Esto se llama el “entrismo”. Cuando Cámpora es elegido y luego, cuando Perón vuelve, Montoneros tiene mucho volumen. Un crecimiento al que ellos llamaban “el engorde” y que se advierte después del asesinato de Aramburu. Pero también perdieron gente cuando matan a Rucci. Se van de la Plaza de Mayo cuando Perón los echa, y Perón, a su vez, los anatematiza. En ese punto también muchos dijeron “hasta aquí llegamos”. Cambia, entonces, el humor de la sociedad.
—¿Allí aparece la “teoría de los dos demonios”?
—Yo creo que la sociedad que veía con simpatía a la guerrilla que quería “el hombre nuevo” y estaba contra la injusticia y los militares votó a Perón (incluso yo misma) porque pensó que así se terminarían los enfrentamientos. Que, en 1973, la consigna “lucha y vuelve” era una garantía y se comenzaba así a recuperar un momento democrático en el que se construirían, poco a poco, instituciones que habían sido deterioradas. Y cuando, por un lado, se observa que el ERP ataca al regimiento de Azul y, por otro, Montoneros asesina a Rucci, también la triple A comienza a enfrentarse no sólo con Montoneros, sino con la izquierda en general. Silvio Frondizi no era montonero. Tampoco el padre Mugica. La triple A se ensaña y cuando se enfrentan la derecha y la izquierda peronistas ahí la gente dice “no”. La gente quiere orden, y esto hace posible el golpe que los militares estaban esperando. Tenían su propio proyecto político y se encontraron con una sociedad que estaba harta de tanta violencia.
—Y esto ocurre el 24 de marzo de 1976.
—Desgraciadamente no se supo aprender de la experiencia de Pinochet. Tampoco la guerrilla asimiló la experiencia y la derrota del Che Guevara, y la sociedad no aprendió de lo que había ocurrido con la caída del presidente Allende y la violencia que le siguió. Luego entramos en lo que todos sabemos, y el dolor de que esto nos hubiera ocurrido hizo que pudiéramos preguntarnos: ¿qué hubiera ocurrido, por ejemplo, si, cuando en 1964 Perón volvía, no lo hubieran detenido en Brasil? A lo mejor hubiera reconformado al partido peronista y llamado a elecciones como cualquier hijo de vecino. Quizás así ni siquiera hubiera existido la guerrilla montonera.
—También se ha hablado mucho con respecto a tu posición sobre el número de desaparecidos.
—En un comienzo me pareció correcto el número 30.000. Fue una movida legítima de la gente que estaba exiliada fuera del país: Eduardo Duhalde, Matarollo, Solari Irigoyen, etc.
El único recurso que tenían para denunciar lo que estaba ocurriendo era acudir a las Naciones Unidas. Y en las Naciones Unidas no existía la figura de “desaparición forzada de personas”. Lo que más se aproximaba era “genocidio”, que se empleó después de la Segunda Guerra Mundial. Y para que exista “genocidio” tiene que haber un número determinado de asesinados, como ocurrió con los armenios, los judíos o los gitanos. En 1977 se lanzó en Europa la cifra de 30.000 mientras nosotros, en la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, presentábamos en la Justicia 450 casos. Años después, ya en democracia, en la Conadep hubo muchísimas denuncias (más de 10.000), lo cual era lógico: estábamos en democracia, la gente había perdido el miedo y concurría a declarar a una Comisión Nacional, etc. Y lo que hizo una gran diferencia fue la presencia de los sobrevivientes. Hay que recordar el coraje de los sobrevivientes… Yo siempre les rindo homenaje. Sin ellos no hubiéramos conseguido armar las causas que, luego, se llevaron a la Justicia. Reitero que no solamente tuvieron el coraje de denunciar, sino que testimoniaron en el juicio que condenó a las Juntas militares. La experiencia me ha demostrado que, en la lucha política entre sectores, muchas veces las cifras de las víctimas son una herramienta de confrontación. En la Asamblea Permanente cada denuncia era una ficha que se llenaba y a la que se cuidaba en forma extrema porque era todo lo que teníamos acerca de los desaparecidos. Siempre me apegué mucho al número y a la identificación de la persona y creo que tanto el Estado como las organizaciones guerrilleras que aún tengan responsables deben dar a conocer la información que todavía puedan haber conservado para completar las cifras que se publicaron en el Nunca más. Creo, además, que con su habitual orden castrense las Fuerzas Armadas deben tener aún en su poder un importante caudal de información. Nadie se deshace de información que pueda ser usada como chantaje o como defensa. Además, cada una de las Fuerzas Armadas tenía su servicio de Inteligencia. En el juicio a los comandantes quedó probado: cada vez que aparecía un testigo que había estado secuestrado y que pertenecía a algún grupo político, no dejaba de señalar que, cuando lo interrogaban los abogados defensores de los militares, lo hacían de la misma manera y con las mismas preguntas que durante la tortura… ¿De dónde salían esas preguntas? ¿Por qué las tenían los abogados defensores?
—También en este libro te ocupás de la famosa “teoría de los dos demonios”.
—Sí. Por un lado, es bastante lógico que en los organismos apareciera esa sensación cuando hay dos decretos simultáneos del presidente Alfonsín ordenando el juicio a las Juntas y ordenando el juicio a las cúpulas guerrilleras. Los jefes guerrilleros no estaban en el país, pero algunos dijeron: “Esto es la teoría de los dos demonios”. Es cierto que en la fundamentación de ambos decretos cuando se referían al enjuiciamiento de las cúpulas guerrilleras se mencionaba que habían luchado contra las dictaduras. Había como un reconocimiento de cierta motivación. Cuando se comenzó a hacer la investigación sobre el terrorismo de Estado, en ningún momento se puso en marcha ningún juicio contra las cúpulas guerrilleras porque sus jefes no estaban en el país. Otros estaban muertos, como Santucho. Yo no estoy de acuerdo en el tema de igualar responsabilidades. No comparto esa visión porque, si bien es cierto que mataron (y no hay muertes “buenas” y muertes “malas”), también es verdad que cuando el Ejército, la Marina y la Aeronáutica tomaron el poder, transgredieron todas las reglas cuando, en cambio, proclamaban que iban a poner “orden”. Y poner “orden” hubiera sido por lo menos respetar las reglas. No solamente no las respetaron, sino que cometieron atrocidades como secuestrar, torturar, asesinar con juicios sin defensa, robar niños y luego se escondieron. Con la desaparición de personas se garantizaron, y esto es lo más importante, total impunidad. En la guerrilla se cometieron hechos terribles, pero la única arma que tenía quien los cometía era su arma, el escudo de su piel y, en último caso, la pastilla de cianuro.