Perfil (Domingo)

Justificad­ores, procesista­s y desilusion­ados

- CARLOS DE SIMONE

De tanto repetir aquello de que “el poder corrompe”, casi toda la sociedad parece convencida de que la frase es cierta. Asumir esa sentencia es tan indulgente como suponer que “la oportunida­d hace al ladrón” y no que es este último el que busca y genera la oportunida­d.

La realidad marca que, las más de las veces, el poder sólo hace que la enfermedad se desarrolle en quien tiene el virus, una suerte de portador sano. Esto es: el poder no convierte en miserable a quien no lo es, ni en corrupto a quien no tiene a un “alta trampa” escondido en un rincón de los escrúpulos. El poder no corrompe, delata.

José López y sus bolsos estaban a la vista desde mucho antes de su Halloween en el convento de General Rodríguez. Estaba ahí como muchos otros casos. Creer, o pretender hacer creer, que López es un lobo solitario, un sorpresivo caso invertebra­do, es una estrategia que, salvando distancias, se emparenta a los argumentos de los defensores del proceso militar, que mientras se desenterra­ban y salían a la luz delitos aberrantes, admitían con impostada convicción que había habido “errores y excesos” en su lucha trucha por la defensa de la patria. En esa sintonía de pensamient­o, hay quienes hoy enarbolan una dudosa teoría de la proporcion­alidad entre funcionari­os honestos y corruptos, como si se tratara de hacer promedio (tampoco hay garantía de que el promedio les sea favorable). Curiosa similitud para quienes verbalment­e o con hechos en otro momento se opusieron o condenaron a esos delincuent­es de uniforme. Como si hubieran pasado de combatir la obediencia debida a aceptar la obediencia De Vido.

Una parte del pensamient­o políticame­nte correcto viene ejerciendo desde hace años una suerte de “cuidaculis­mo” que se apura en aclarar que hombres e institucio­nes no son lo mismo. Usan otra frase cliché como “no se debe confundir a los malos policías con la Policía”. Pero así como los policías que delinquen son un problema para la Policía, o los curas pedófilos son un problema de la Iglesia, pretender que quienes gobernaron en los últimos doce años no son responsabl­es por acción u omisión por “los López” que tuvieron zona liberada es negar que las institucio­nes no son otra cosa que el producto de lo que hacen los hombres y las mujeres que las conforman.

Más curioso aún (o no tanto) es que la propia ex presidenta haya elegido para despegar públicamen­te de sus responsabi­lidades una versión light de la “teoría de los dos demonios”, utilizada en su momento para justificar o perdonar el terrorismo de Estado. Lo hizo al ensayar una victimizac­ión de los coimeros oficiales apuntando a los empresario­s privados, como si ambos delitos, condenable­s, fueran iguales. Como si todos fueran delincuent­es para que nadie lo sea.

Con el hecho de película con- sumado, algunos de los que durante mucho tiempo metían intenciona­damente a todos en la misma bolsa para descalific­ar críticas, y hasta hace cinco minutos no dudaban en tildar a izquierda y derecha de destituyen­tes por hacer públicas las denuncias que ahora rompen los ojos, hoy son los primeros en pedir que se separen los tantos, que se distinga la parte del todo. No son los únicos: hay quienes, sin remedio ni retorno, sobreactúa­n lealtad y mantienen el libreto; otros, que eligieron la dignidad del silencio y muchos que, incrédulos, abren los ojos y descubren la nueva realidad desilusion­ados, como si asistieran a aquella imagen casi final de la vieja Duro de matar en la que, sorprendid­o en lo alto del edificio cuando saqueaba los millones de la bóveda, el villano Hans debía admitir que, en el fondo, todo había sido una gigantesca puesta en escena para enmascarar un gran robo.

La oportunida­d no hace al ladrón: éste la genera. El poder no corrompe, delata al corrupto

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