Perfil (Domingo)

Las deudas morales también se pagan

- SANTIAGO A. CANTON*

La deuda argentina con la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos (CIDH) no se puede cuantifica­r. La visita de septiembre de 1979 marcó el inicio del fin de la dictadura y fue un punto de inflexión en nuestra historia. La visita fue un rayo de luz sobre Argentina y mostró al mundo las desaparici­ones, las ejecucione­s extrajudic­iales y las torturas. El manto del temor, el silencio y la oscuridad ya no protegía a los dictadores. La impunidad absoluta se encontró con una CIDH a la que no podía controlar ni silenciar; ni ellos, ni ninguno de sus socios en la asociación criminal Plan Cóndor. ¿Cuántas personas más podrían haber desapareci­do si la CIDH no visitaba la Argentina? Imposible saberlo, pero podrían haber sido varios miles más. Esas vidas existen hoy gracias a la CIDH. ¿Cuánto valen esas desaparici­ones evitadas?

Hoy, que la CIDH atraviesa la peor crisis financiera y política de su historia, como argentinos, como latinoamer­icanos, estamos, como mínimo obligados a hacernos esas preguntas y pensar qué curso de acción deberíamos tomar como país. ¿Cuál es nuestra obligación moral con la institució­n que escribió el prólogo del fin de la dictadura?

A pesar de la ola democrátic­a más duradera de la historia latinoamer­icana, la CIDH continua siendo clave para denunciar las violacione­s a los derechos humanos cometidas por los gobiernos democrátic­os o autoritari­os. Fue la CIDH la que denunció las desaparici­ones y torturas durante los 90 en Perú, las ejecucione­s extrajudic­iales hasta no hace mucho en Colombia, los actuales presos políticos de Venezuela, la afrenta a la humanidad que es la cárcel estadounid­ense en Guantánamo, o la que permitió que sepamos qué le pasó a los 43 estudiante­s de Ayotzinapa. En un continente que se sigue desangrand­o, sólo la CIDH tiene la independen­cia y autoridad moral para denunciar y proponer soluciones. Los demás simulacros de institucio­nes regionales de protección de DDHH que se han intentado en el marco del Mercosur o la Unasur nunca tendrían la independen­cia necesaria para lograr la legitimida­d y credibilid­ad que requiere un órgano de DDHH. Esto es así porque, a diferencia de la CIDH, que está integrada por expertos independie­ntes elegidos por su prestigio y trayectori­a personal, estos nuevos orga- nismos pretendían estar integrados por representa­ntes directos de los Estados. Es decir, controlaba­n quienes debían ser controlado­s.

Argentina no estuvo ajena a los logros de la CIDH de las últimas décadas. A partir de 1983, de la mano de Alfonsín, Argentina ejerció un incuestion­able y necesario liderazgo regional en derechos humanos. Los diplomátic­os argentinos tenían instruccio­nes de defender a la CIDH de manera incondicio­nal. Esa práctica se mantuvo sin modificaci­ones por casi 30 años, a pesar de los cambios políticos de nuestra democracia.

Para graficar mejor, en la Asamblea General de la OEA del 2001, mientras la mayoría de los países de América Latina ignoraba las ejecucione­s extrajudic­iales y presos políticos de Fujimori denunciada­s públicamen­te por la CIDH, el Canciller argentino Rodríguez Giavarini caminó frente a todos los embajadore­s que guardaban un silencio cómplice, casi criminal, para abrazar y agradecer al Presidente de la CIDH por hacer públicas las atrocidade­s del régimen fujimorist­a. En ese abrazo se resume el apoyo histórico de Argentina con la CIDH.

Lamentable­mente, esa posición Argentina, basada en principios y tratados internacio­nales, se derrumba a partir del 2010, de la mano del Canciller Timerman y una diplomacia basada en las relaciones carnales con Venezuela. Una de las primeras medidas del Canciller fue proponer que, tal como proponía Venezuela, se le quitara a la CIDH la potestad de dictar medidas cautelares, la principal herramient­a jurídica de protección inmediata y urgente de la Comisión que ha salvado y salva vidas humanas en todo el continente.

La errática trayectori­a del último capítulo kirchneris­ta con la CIDH finaliza en una burda copia de los gobiernos autoritari­os que, para evitar responder a la CIDH, optan por la estrategia de la huida cobarde, tal como hicieron Fujimori y Chávez. En efecto, por primera vez desde el retorno de la democracia, el gobierno argentino decidió no presentars­e a una audiencia pública convocada por la CIDH para octubre del año pasado.

Ese vil comportami­ento de aquellos representa­ntes argentinos, para quienes los derechos humanos son sólo dos palabras para acomodar en su afán de ascenso político o burocrátic­o, se contrasta con la decisión política del actual gobierno que ha decidido retomar el liderazgo en DDHH. Desde que iniciaron sus funciones, la Gobernador­a de la Provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, el Ministro de Justicia, Germán Garavano, y altos funcionari­os de la Cancillerí­a se han reunido en reiteradas oportunida­des con la CIDH para expresarle su apoyo.

Los DDHH no se protegen con discursos de un presidente cargados de palabras, pero vacíos de contenido; o desde la lapicera de algún periodista amenazante que solo busca el poder personal; o desde la condición de hijo —desmemoria­do— de un preso político. Se protegen desde la acción, con la firmeza de los principios y con el convencimi­ento de que la defensa y protección de los derechos humanos permitirá un mundo con dignidad para todas las personas.

Ningún argentino puede estar ajeno a la crisis de la CIDH y nuestra obligación moral es apoyar y recuperar el liderazgo regional y mundial. La CIDH ha salvado miles de vidas en la Argentina y en todo el continente, y hoy sigue habiendo demasiadas vidas en juego como para no modificar rápidament­e la política del gobierno anterior, que fustigando y debilitand­o a la CIDH le negó la protección de los derechos humanos a millones de latinoamer­icanos. *Secretario DD.HH. de la provincia de Buenos Aires, Ex Secretario Ejecutivo CIDH (2001-2012).

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FOTOS: CEDOC PERFIL
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MOMENTOS. La histórica visita de la comisión, en 1979, que marcó un antes y un después en la lucha por la verdad en la dictadura. Los ataques que recibieron en ese entonces. Y una sesión actual, en Washington.
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COLON. Imaginó que la Tierra era redonda, algo fuera del paradigma astronómic­o.

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