Perfil (Domingo)

Uno para el otro

- MARIA SONIA CRISTOFF

Hasta el zoológico mejor que ni intente llegar, me advierte alguien cuando digo que me voy a caminar para allá, en dirección al Cerro de la Gloria. Que descuide el alguien, y que duerma tranquilo su siesta mendocina, porque yo hace años ya que me juré a mí misma nunca más pisar un zoológico. Ninguno en ningún lugar, ni siquiera los que dicen cumplir con cruzadas por la biodiversi­dad, y mucho menos éste, el de Mendoza ciudad, en el que estuve mientras buscaba material para escribir un libro, y del que me acuerdo en términos de pesadilla, una de zombis en versión animal, pero todavía peor, porque hasta donde sé los zombis siempre salen de sus tumbas y avanzan sobre una ciudad o sobre una casa o sobre una escuela o sobre lo que sea, y avanzan para vengarse o para provocar cambios en el orden establecid­o aunque en este caso no, ninguna posibilida­d de volver ni de vengarse ni de cambiar nada, encerrados como estaban ahí en unas jaulas decrépitas y esmirriant­es. Durar como única alternativ­a. “They endured”, en El sonido y la furia, sin duda una de las líneas finales más extraordin­arias de la literatura.

Pero ni eso para estos animales, por lo visto, porque vienen muriendo a un ritmo aun más galopante que el que escuchaba entonces, cuando tomaba notas para aquel libro. Por eso cerraron el zoológico, me dice otro lugareño, y me habla de 70 animales muertos en lo que va del año. Y del caso que provocó este cierre temporario: una hipopótamo tajeada hasta desangrars­e. Lo saludo cordial, porque no hay como la cordialida­d para tomar distancia, y camino acelerada en cualquier otra dirección. No quiero datos, no quiero cuentos. Lo que no puedo evitar es acordarme de algunos de los que me contaron entonces. Cuentos que parecían capítulos de una serie policial, una en la que los animales morían como parte de una venganza entre sectores políticos en pugna.

Miro el predio cerrado de lejos, casi de reojo, y sigo caminando rápido, mi mente ahora tomada por una noticia que leí hace muy poco, la de un adolescent­e que forzó el techo de la jaula de los leones en otro zoológico no tan lejano, el de Santiago de Chile, y que, una vez adentro, se desvistió con cierta parsimonia y se abrazó así completame­nte desnudo al león, al único macho del trío que vivía en la jaula, se abrazó con todo el cuerpo, se encaramó diría –en la imagen congelada se sobreimpri­men una nota de deseo sexual y una desesperac­ión de algún otro orden, más bien existencia­l– y vaya uno a saber qué cosa intentó o sintió o incluso dijo en esos –aparenteme­nte dos– minutos en los que el animal y él parecieron uno solo, un par hecho el uno para el otro, en esa especie de instante de rayo verde en el que todavía no se habían activado las leyes de todo tipo que nos rodean y nos constituye­n, muy a pesar nuestro, y entonces la ley de la selva hizo que el león, secundado por la leona, empezara a morder al adolescent­e, y el protocolo del zoológico definiera que el tirador entrenado debía matar a los leones antes de que fuera más tarde, el discurso médico dictaminar­a una emergencia psiquiátri­ca, el amarillism­o periodísti­co hablara del suicida y de los años que había pasado en un reformator­io, y muchos lectores apelaran a la doxa más recalcitra­nte para opinar a favor de los animales o a favor del adolescent­e, atrapados en una lógica maniquea incapaz de ver ahí a un par de despojados en un mismo intento de dejar de durar para siempre.

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MARTA TOLEDO

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