Hoy: ‘En busca del barón Corvo’, de A.J.A. Symons
No parece tan extraño temerle al talento propio. La potencia pospuesta o depuesta podría deberse al pudor del genio (o del genio presumido, o del que tiene un don para el pudor y la mera abstención lo convence de su excepcionalidad). Selectivo para con las ficciones que favorece, el catecismo católico sostiene que “la fe sin obras está muerta”, y al cerrarle la última puerta al seminarista Frederick Rolfe la Iglesia romana lo invitó involuntariamente a que adoptara un alias revanchista –barón Corvo– y se vindicara gracias a obras que demostrarían cuánta fe, al menos, tenía en sí mismo. La venganza supuso una reapropiación: cayó en la tentación del léxico eclesiástico y su glosario hizo su estilo. Tras la admiración de su novela Adriano VII por Greene, Auden, Bierce, Burgess y Charles Williams, su singularidad sólo podría ser puesta en duda por herejes.
Lo que recrude- ce en un genio –el de Corvo no se limitaba al malhumor– es la intolerancia o impaciencia para todo lo que sea retardo en el reconocimiento de su valía. Corvo hizo de la susceptibilidad una materia artística (su impecable caligrafía medieval es la encarnación de este mimetismo). Cultivó una idea de la amistad ideal, imposible, que lo llevó a malograr sucesivas obras en colaboración. Es como si las traiciones le hubieran caído del cielo, aunque a menudo fueran bendiciones por él mismo orquestadas, para pavonearse con una invectiva virtuosa que lo volvió un as del género epistolar envenenado. Pocos espacios hay tan soberanos como el de una carta para probar y hallar un estilo. No es improbable que la tinta escarlata que Corvo prefería encendiera la escritura que trazaba con ese color, y que éste afilara, él solo, los colmillos del desquite.
La vida de Corvo fue particular, pero más particular es su prosa, que –al contrario de su vida– se prolonga en el tiempo, indefinidamente, y en ese sentido sigue perfeccionándose; parece cada día más singular en un mundo literario poco dado a la peculiaridad estilística. Desde el primer minuto, la consistencia de su estilo salió a equilibrar la fragilidad de su itinerario. El desterrado Corvo se volvía más extranjero para sí mismo por medio de seudónimos, y pocos autores se desdoblaron como él en protagonistas escaldados. Los lectores más devotos y más arribistas le dicen Corvo y fingen creer en su ficción (en el personaje que se inventó para sí), pero sus excentricidades –las mimadas y las presuntas– sólo cobran relieve por la distinción de su obra. Es ésta la que justifica cierta curiosidad por sus inclinaciones –menos su elección que su eclecticismo–, y no al revés.
Su vida dio pie a una biografía que significó una revolución copernica- na en este género: A.J.A. Symons demostró que un buen biógrafo puede ser el narrador ideal. Corvo tendría otros perseguidores, un cónclave de maniáticos digno de su estela: Donald Weeks, Cecil Woolf, George Sims y Robert Scoble, autor de Raven y The Corvo Cult. Como dijo alguien que no podía mirarse en ellos, los espejos reproducen (repiten, multiplican). Una sola vida de un autor adorado puede convertirse en diversas biografías, que ofrezcan la oportunidad de leerlas como si fueran a pasar cosas distintas, a dibujar otro destino. Sólo un escritor que supo crear una intimidad tangible en su estilo es capaz de dejarse apropiar por un desconocido para su desequilibrada vida de lector.