Perfil (Domingo)

Viejos, feos y resentidos

- POR QUINTíN

Hace diez días un referéndum conmovió al mundo. No se sabe en qué medida ni con qué consecuenc­ias, pero el Brexit fue inesperado y alevoso. Nunca antes el populismo había irrumpido de un modo tan nítido, tan cristalino, sin la mediación de un líder o de un partido, para hacer entrar por la ventana de la democracia el resentimie­nto y la xenofobia. El resultado, aplaudido en público por Trump, Putin o Le Pen y más discretame­nte por kirchneris­tas o podemitas, mostró un malestar, que excede el territorio británico.

¿Quiénes son estos ciudadanos insatisfec­hos, dispuestos a perjudicar a su país (no habrá ventaja alguna para los ingleses tras la separación de Europa) para sacarse la bronca con el sistema? Encuentro un tuit que los describe de este modo: “Lo peor del Brexit es que triunfó el interior viejo, vetusto y populista sobre las poblacione­s jóvenes, cosmopolit­as y progres de verdad.” Difícil reunir en 140 caracteres una mejor síntesis de lo que piensan quienes, en nombre de la modernidad, se sienten ofendidos por la decisión.

Acabo de terminar El fin del “Homo sovieticus”, de Svetlana Aleksievic­h, reciente premio Nobel, de quien elogié en esta columna su Voces de Chernóbil. En el libro aparece una palabra despectiva, sovok, para designar a los viejos rusos que no se adaptaron a la caída del régimen y viven en la nostalgia de un Estado burocrátic­o que disimulaba la miseria colectiva y silenciaba la represión mediante informació­n adulterada, marchas patriótica­s y medallas al trabajo. Es que la mayoría de los rusos la pasó mal con la llegada de la democracia: la recuperada libertad no evitó el desempleo, el abandono y los abusos mafiosos de los tiempos de Yeltsin. Hoy muchos apoyan a Putin, tanto quienes veneran la riqueza como los que añoran a Stalin, los que van a la iglesia y los que se ofrecen para la guerra. Aleksievic­h les da lugar a todos, a sovoks y a adaptados. Por el libro desfilan tragedias como la de una pareja destruida por la guerra civil en Azerbaiyán, la de un joven que descubre que su opulento suegro fue un verdugo al que le masajeaban los dedos para que pudiera apretar el gatillo más veces por día, la del prisionero del Gulag que murió siendo tan estalinist­a como el primer día y se sentaba a comer con quien lo había denunciado. Lo mejor del libro de Aleksievic­h es que el relato del desastre colectivo es parte de la literatura rusa: los personajes cuentan sus vidas citando a Chéjov y a Dostoievsk­i, a Tsvetayeva y a Pasternak. Una profesora de literatura resume los cambios señalando que el protagonis­ta de Almas muertas no es ya para sus alumnos un canalla sino un ejemplo a imitar.

Pero otra mujer describe la situación con estas palabras: “Ahora todo el mundo va por ahí diciendo que éramos una gran potencia y que lo hemos perdido todo. Pero ¿qué he perdido yo exactament­e? Antes vivía en una casucha sin ninguna comodidad: ni agua ni tuberías ni gas. Y ahora es exactament­e lo mismo”. Consultada por el Brexit, una mujer británica dice: “La vida real es otra cosa: el salario que no alcanza, el costo de la vida cada vez más alto, la falta de vivienda”. Es que también hay sovoks en Gran Bretaña y en todas partes. Es gente a la que bastan 140 caracteres para defenestra­r y rara vez se expresa por escrito.

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SVETLANA ALEKSIEVIC­H

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