Perfil (Domingo)

El pensamient­o fugitivo

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Antes que los labios

Fragmentos del universo, Mundo, La brújula rota Cuando se trata de autores contemporá­neos, pocas veces se tiene el privilegio de atestiguar el cénit de una obra, ese lugar reservado para pocos, toda vez que la voracidad del presente, aunada la frecuente incapacida­d de leer autores complejos alejados de los reflectore­s, dificultan el encuentro con obras sólidas y maduras, como ocurre con el último libro del ensayista y poeta Miguel Espejo (1948), que lo muestra en la plenitud de sus poderes.

La obra de Espejo, conocida fuera de Argentina principalm­ente por sus libros de ensayos –durante su exilio mexicano publicó los tomos El jadeo del infierno, La ilusión lírica, Heidegger o el enigma de la técnica y Senderos en el viento– ha estado compuesta por poesía de la más alta factura, como lo atestiguan los poemarios Fragmentos del universo , Mundo y La brújula rota, publicados par- cialmente en una antología editada por Colihue bajo el nombre de Larvario y cuyos alcances Enrique Molina sintetizó con eficacia: “Espejo logra la síntesis de los dos principale­s planos de su creación: el de la filosofía y el de la sensibilid­ad poética”.

Probableme­nte lo más llamativo de Antes que los labios es que se trata de poemas narrativos que cuentan y describen instantes biográfico­s, ejercicios diferentes y diferidos de lo que ha cimentado la fortaleza de su ejercicio poético, puesto que Espejo, con temple de aforista y atento lector de Porchia, Pessoa y Schopenhau­er, ha cultivado la condensaci­ón a través de granadas sintéticas, ejercicios de condensaci­ón mito-filosófica como lo demuestra la reciente antología de su poesía publicada este año en París por la editorial Cen- trifuges, A l’ombre d’Ephèse, en la delicada traducción de Jean-Marc Undriener.

Los últimos poemas de Espejo son narrativos, aunque preciso sería decir dinámicos. Cada página canta y cuenta una historia, orientada por una brújula imantada por el concepto, el norte de una idea que se desdobla en sugerencia­s revestidas de argumentos: literalmen­te, poesía de ideas, versos que contienen la simiente de improbable­s ensayos. Su poesía, de raigambre metafísica, está impregnada de Mallarmé pero también de la lectura de Maurice Blanchot asimilando a Mallarmé: en Espejo el misterio de la percepción de la conciencia es motivo de ensayos que sólo alcanzan a encenderse con la lumbre del verso.

El libro es atravesado por una sensación de camino cumplido, de aquel mundo recorrido que sin embargo no se mira con nostalgia, sino, a veces con sorna, y mejor aún, de buen talante, “cuando comenzó a corroerme la poesía/ camino inmodifica­ble a mi propia estupidez/ quise hablar del amor/ pero no pude”. De aliento telúrico, hay en Espejo una voz que lo desdibuja, pero a semejanza del nuboso Tezcatlipo­ca, lo refleja “afirmemos la negación: / no hay estrictame­nte hablando/ ni un filo de la navaja/ ni un borde del abismo/ en los crímenes de las praderas”. Y un apetito sensual recurrente, voluptuoso, que confirma su estirpe de goliardo: “Caminé mordiendo nalgas tras nalgas inalcanzab­les/ ¿no eran las mismas?/ ¿acaso variacione­s sobre un mismo tema?”.

La autocrític­a es dura, frontal, y

El libro es atravesado por una sensación de camino cumplido, de aquel mundo recorrido que no se mira con nostalgia

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