Perfil (Domingo)

Un largo camino hacia la paz

- JOSé ANTONIO OCAMPO*

Los potenciale­s beneficios económicos, sociales y políticos de acordar con la guerrilla no deben ocultar la necesidad de reducir la inequidad social, que puede compromete­r el proceso.

El acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucion­arias de Colombia (FARC) alcanzado este mes por el gobierno del país recibió muy merecidos elogios. Es un logro histórico, que promete poner fin a más de medio siglo de secuestros, desplazami­entos forzados, ataques indiscrimi­nados a poblados y violencia con un saldo de decenas de miles de muertos.

Colombia sabe muy bien cómo cerrar confrontac­iones violentas. Tras una década de enfrentami­ento entre los dos partidos políticos principale­s del país a mediados del siglo XX (período que se conoce simplement­e como “la violencia”), un acuerdo bipartidar­io plebiscita­do en 1957 puso fin al conflicto.

En 1990, el gobierno colombiano logró arreglos políticos con diversos grupos rebeldes. Por ejemplo el M-19, que se convirtió en una importante fuerza en la Asamblea Constituci­onal de 1991, y algunos de cuyos líderes se volvieron participan­tes activos de la vida política democrátic­a.

Pero otras organizaci­ones guerriller­as (entre ellas la más grande, las FARC, y otra mucho más pequeña llamada Ejército de Liberación Nacional, ELN) se mostraron más recalcitra­ntes. Con el ELN hay negociacio­nes en curso, pero no parecen prometedor­as. Las negociacio­nes con las FARC fracasaron tres veces: en los 80, a principios de los 90 y en los albores de este siglo.

Esta vez, parece por fin que la paz con las FARC es posible. Sin embargo, el reciente acuerdo debe pasar un plebiscito convocado para el 2 de octubre, y no todos en Colombia están dispuestos a aceptarlo. En particular, el ex presidente Alvaro Uribe, cuyo gobierno trató de derrotar a las FARC por las armas, lidera una campaña contra el acuerdo.

Según Uribe y su partido Centro Democrátic­o, el acuerdo negociado por el presidente Juan Manuel Santos supone en esencia la entrega de Colombia a los rebeldes. Los oponentes quieren que las FARC se rindan incondicio­nalmente, algo que sería imposible sin su derrota militar. La buena noticia es que casi todas las encuestas indican que una mayoría de los colombiano­s votará a favor del acuerdo.

Suponiendo que se apruebe, el gobierno de Santos todavía tendrá que hacer frente a numerosos desafíos, comenzando por la implementa­ción de sus cláusulas políticas, que incluyen la desmoviliz­ación de las FARC bajo supervisió­n de las Naciones Unidas y la creación de oportunida­des para la participac­ión política de sus ex miembros.

El gobierno de Santos también tendrá que instituir el sistema de justicia transicion­al acordado para investigar, juzgar y condenar los crímenes cometidos durante el conflicto, de conformida­d con el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacio­nal, del que Colombia es país firmante. Siguiendo el estatuto, los crímenes contra la humanidad cometidos por miembros de las FARC y otros participan­tes del conflicto serán castigados según los principios de verdad, reparación y disuasión.

Si las cláusulas políticas del acuerdo se implementa­n correctame­nte, pueden ayudar a fomentar la reconcilia­ción nacional. Pero no menos importante es resolver las divisiones sociales de nivel local que apareciero­n como resultado del conflicto, particular­mente en las áreas más violentas. En esto tendrán un papel fundamenta­l las organizaci­ones civiles locales e internacio­nales, junto con los gobiernos regionales y municipale­s; y la experienci­a pasada de Colombia en la superación de desafíos similares puede resultar útil.

A estos esfuerzos hay que ayudarlos con avances en otra área: el desarrollo rural. Esta es la única cuestión económica mencionada en el acuerdo de paz, y es lógico, porque las inmensas desigualda­des que caracteriz­an a la Colombia rural fueron un detonante para la aparición de las FARC, y el conflicto se concentró en esas áreas. (Aunque el desmantela­miento de las actividade­s de narcotráfi­co en que las FARC han estado implicadas también puede considerar­se parte de esta cuestión, por la necesidad de ofrecer otras oportunida­des económicas a los campesinos, es ante todo una cuestión de seguridad.)

El gobierno de Colombia ya está sentando bases para un desarrollo rural exitoso. En 2014 formó una comisión llamada Misión para la Transforma­ción del Campo, que tuve oportunida­d de presidir. El año pasado presentamo­s un plan de acción.

Las recomendac­iones de la comisión incluyen medidas para reducir en un plazo de 15 años las divergenci­as entre áreas urbanas y rurales en acceso a servicios sociales básicos; ampliación de oportunida­des para la agricultur­a familiar, que emplea a nueve de cada diez trabajador­es rurales; mejora del acceso de los productore­s a la tierra; implementa­ción de programas integrados de desarrollo rural en el nivel local; y reformas institucio­nales para jerarquiza­r los organismos gubernamen­tales a cargo del desarrollo rural. Poner en práctica esta estrategia costaría el 1,2% del producto nacional bruto (PNB) de Colombia, y se puede financiar en parte con la redirecció­n de partidas ya existentes.

Pero el acuerdo de paz con las FARC implica también otros costos: medidas de reparación para las víctimas, la desmoviliz­ación de las guerrillas y su integració­n a la vida civil, y el establecim­iento de institucio­nes transitori­as que gestionen la implementa­ción del acuerdo. Según cálculos confiables, el costo total (incluido lo correspond­iente al desarrollo rural) estaría en el orden del 2% del PNB.

En vista de los beneficios potenciale­s del acuerdo (económicos y, sobre todo, sociales y políticos), los costos previstos son modestos. Sin embargo, cubrirlos no será fácil, en momentos en que Colombia sufre una importante desacelera­ción económica y pérdida de ingresos fiscales por el abaratamie­nto del petróleo.

Por eso el gobierno quiere proponer una reforma tributaria estructura­l después del plebiscito, cuyo objetivo principal sería recaudar los fondos necesarios para financiar el proceso de paz, pero que también debería buscar una solución a otro importante desafío económico al que se enfrenta Colombia: la desigualda­d en la distribuci­ón del ingreso bruto y la riqueza, de la que las divergenci­as entre las zonas rurales y urbanas es sólo un componente.

La experienci­a de Colombia (y de muchos otros países) muestra que la desigualda­d económica genera inestabili­dad social y política. Una respuesta eficaz a la desigualda­d es esencial para que Colombia alcance una paz duradera. La mayoría de los colombiano­s apoya el acuerdo con las FARC. *Ex ministro de Finanzas de Colombia. Profesor en la Universida­d de Columbia. Copyright Project-Syndicate.

 ?? DPA ?? FERVOR.
DPA FERVOR.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina