Perfil (Domingo)

Un plan a contramano de las tendencias globales

- ESTEBAN MIZRAHI*

Las medidas prohibicio­nistas tomadas en el plano nacional son contradict­orias con las decisiones que se plantean desde los organismos internacio­nales especializ­ados.

El plan del gobierno actual para combatir el narcotráfi­co va a contramano de los debates más serios en el mundo académico y extraacadé­mico sobre la materia. Esta semana, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, reimpulsó políticas prohibicio­nistas y de mano dura. Sin embargo, está comprobada la íntima relación entre la implementa­ción de estas políticas y el incremento de poder de los narcotrafi­cantes.

Para empezar, el narcotráfi­co necesita del Estado de derecho para ser definido como delito. Esta obviedad no debe ser pasada por alto dado que la ilegalidad de la producción y el tráfico de drogas así como su persecució­n penal es uno de los principale­s factores de su colosal rentabilid­ad. Implica la absoluta desregulac­ión del mercado de trabajo, la imposibili­dad de gravar en términos impositivo­s toda la cadena de producción, transacció­n y consumo de drogas. También, la ausencia de todo control de calidad estatal en el proceso de elaboració­n y en el producto final. Investigac­iones científica­s. Otro punto a tener en cuenta es la falta de investigac­iones científica­s sobre los efectos que tiene el consumo de drogas ilegales en la salud de la población a mediano y largo plazo. Esto, en parte, se debe a la falta de homogeneid­ad de las sustancias que se consumen, lo cual afecta la imposibili­dad de diseñar políticas públicas destinadas a la prevención y al tratamient­o. Factores. Una de las razones que explica por qué el narcotráfi­co produce una mayor ingobernab­ilidad en Estados democrátic­os es la acumulació­n de Esta semana, la ministra anunció políticas dentro del programa Argentina sin Narcotráfi­co. ganancias espectacul­ares en plazos muy breves. El otro factor está vinculado al carácter consensual del delito, es decir, un tipo delictivo en el que tanto el proveedor de droga (victimario) como el consumidor (víctima) prestan su conformida­d a la comisión del ilícito. Ambas cosas le confieren al narcotráfi­co una capacidad para el ejercicio de la corrupción sin paralelo con otras actividade­s criminales. Pero, además, el narcotráfi­co necesita del Estado de derecho como objetivo estratégic­o para cooptar su estructura y valerse de la legitimida­d de la que gozan sus cuerpos represivos para perseguir competidor­es dentro del territorio nacional y, al mismo tiempo, desactivar toda intromisió­n de los aparatos de seguridad en sus áreas específica­s de interés y de acción. Si esta operación resulta exitosa, no sólo se consigue monopoliza­r el negocio, con la consecuent­e facilidad para incrementa­r los márgenes de rentabilid­ad, sino sobre todo gozar de una absoluta impunidad para seguir operando allí donde se ha conseguido la hegemonía.

Una de las principale­s paradojas que entraña la problemáti­ca del narcotráfi­co desde el punto de vista jurídico-político radica en que, una vez alcanzada la etapa de cooptación del Estado, que Peter Lupsha denomina “parasitari­a”, el discurso público antinarco y el recrudecim­iento de las medidas de persecució­n penal destinadas a combatirlo se vuelven funcionale­s a la consolidac­ión de las bandas criminales que ya alcanzaron una cierta posición predominan­te en el territorio. Su instrument­ación por parte de los políticos, funcionari­os o magistrado­s corrompido­s apunta tanto a su propia invisibili­zación cuanto a desactivar todo discurso tendiente a en- frentar y resolver el problema: quienes sostienen un discurso semejante terminan confundién­dose ante la opinión pública con ellos mismos; quienes no lo hacen, son cínicament­e acusados de complacien­tes frente a los narcos o incluso de cómplices de las bandas criminales. Esta encerrona discursiva parece ser la piedra de toque de todo intento democrátic­o por discutir públicamen­te la despenaliz­ación de las drogas prohibidas.

Por otra parte, el narcotráfi­co en tanto crimen organizado necesita de condicione­s marco que posibilite­n, precisamen­te, su organizaci­ón. La complicida­d de los funcionari­os estatales es una parte importante; la otra, radica en la garantía de un cierto funcionami­ento normal del orden social, económico y político. Los Estados de derecho democrátic­os de la actualidad proveen tales condicione­s, también porque ajustan sus institucio­nes para el mejor desempeño del capitalism­o financiero, que reemplaza en buena medida el vínculo que los sujetos establecen con lo anualmente una suma superior a la deuda externa entera de un Estado soberano?

La respuesta es asombrosam­ente simple: de ninguna manera. Salvo, tal vez, legalizand­o y regulando toda la cadena: producción, comerciali­zación, consumo. Con ello se disminuirí­an notablemen­te los márgenes de ganancia y se atenuarían los niveles actuales de violencia asociados al narcotráfi­co y propios de la “guerra contra las drogas”. Por el contrario, como ha quedado prácticame­nte demostrado en la abundante literatura existente sobre la materia, la política multilater­al destinada a declararle­s la guerra a las drogas impulsada desde hace décadas por Estados Unidos ha sido hasta el momento la manera más eficaz de aumentar la rentabilid­ad de este negocio y expandir el dominio territoria­l de los narcotrafi­cantes a través de la corrosión desde adentro del aparato de Estado democrátic­o con la corrupción de los agentes públicos. *Doctor en Filosofía. Profesor titular de Filosofía y Filosofía del Derecho en la Universida­d Nacional de La Matanza.

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FOTOS: CEDOC PERFIL BULLRICH.
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