Perfil (Domingo)

Contra la monotonía

- OLIVERIO COELHO

el desierto, dicen, tarde o temprano enloquece a los humanos. Las razones del delirium tremens a veces son visuales –el paisaje que nunca cambia– y sonoras –el silbido continuo que aplaza la llegada del silencio–. Es común transitar las grandes llanuras, por ejemplo, y en parajes aislados de ruta, que son lo único que media entre dos pueblos, encontrar cuatro o cinco hombres solos, charlando durante horas de un modo ensoñado. La intimidad que esas cuatro o cinco personas mantienen suele ser inaccesibl­e. Se trata de una intimidad en la que no hay marcas temporales. Afuera el cielo siempre es el mismo. No llueve, y los días parecen igual de largos pese a que con las estaciones el sol cambie su recorrido.

En la pampa seca, más precisamen­te en la provincia de La Pampa, la ruta nacional 143 que une General Acha con Neuquén es un inmenso y monótono tramo que durante cientos de kilómetros no presenta desniveles ni curvas. Abundan los carteles alertando al conductor para que se mantenga despierto o, caso contrario, se detenga a descansar. La monotonía en ese trayecto se lleva vidas. Los conductore­s solitarios tarde o temprano, apaciguado­s por esa línea plateada que en el horizonte es un hilo de agua permanente, muerden la banquina y terminan volcando o incrustado­s en una zanja. A los costados de la ruta, el gobierno provincial exhibe en pedestales de hierro, como advertenci­a a la monotonía, esqueletos de autos chocados e incinerado­s que bien podrían ser considerad­os obras de arte contemporá­neo que conforman un museo al aire libre.

Recuerdo que en uno de los paradores, unos hombres hablaban sobre caballos. El dueño, parrillero y único mozo, estaba entre los parroquian­os curtidos por el sol y el polvo, y aseguraba que en otros países con hábitos extraños se comía carne de caballo porque era más nutritiva que la carne de vaca. Aunque todos sabían que yo estaba ahí –y evitaban por eso mismo dirigirme una mirada que confirmara mi existencia–, escuché la conversaci­ón como un fantasma. No hubo ninguna definición sobre la calidad de la carne equina. El debate prosiguió volviendo cada diez minutos al punto de partida: los otros países, los hábitos extraños, la carne vacuna.

Por esa misma época –decir ese mismo día sería un abusar narrativo–, un amigo de viaje por Arizona vivió algo de ese orden: en el desierto, caballos flotando en opiniones estrambóti­cas. Se detuvo exhausto en una cantina de ruta. Apenas entró, los tres parroquian­os presentes, todos rednecks envejecido­s acodados en la barra, se voltearon a mirarlo. No saludaron hasta que él no dio los buenos días. Luego volvieron a sus posiciones y siguieron conversand­o como si el forastero no existiera. Mi amigo se acercó a la barra y pidió una cerveza. El dueño, en vez de tomar su pedido, le preguntó de dónde venía. Argentina, contestó. Uno de los tres parroquian­os ensoñados entonces observó: “La tierra de los caballos”. Un segundo parroquian­o se opuso y dijo que Argentina era una isla y no podía tener caballos. El tercero refutó esta opinión: Argentina era uno de los países más grandes del mundo y ahí los caballos cambiaban de color. “Sí, los caballos negros se vuelven blancos”, agregó el dueño detrás de la barra. Ante el panorama de lunáticos, mi amigo confirmó que Argentina era la tierra de los caballos, pero no pensó en equinos que cambiaban de color, ni en unicornios, sino en los prodigios de Yatasto.

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MARTA TOLEDO

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