Todas las ideas de los hombres
El hombre de las ideas
Crecimiento y desarrollo. Las instituciones y el camino del progreso El novelista, como el poeta, sobrevive en actividades laterales disímiles, en general distantes del oficio de escribir. Lo más cercano es periodista (Arlt), le sigue profesor (Cortázar), inspector de seguros (Kafka), entomólogo (Nabokov), conformando una larga lista que incluye lavaplatos, marineros, médicos, y también economistas. Schiaffino pertenece a esa última estirpe extraña donde la filosofía, la matemática y la teoría sobre el fenómeno social enfrentan a la práctica política, al crudo mundo de las decisiones que determinan un destino trágico, de lenta agonía o de breve felicidad. El hombre de las ideas es una primera novela que adopta la firme postura de ser un recorte, casi una instantánea del proceso mental de una obra que ya existe en algún lugar. Puede leerse como anticipación, pero la densidad formal que luce es la de encuadre: su lectura demanda otra más, y otra, como para exigirle a Schiaffino que abandone todo y se dedique a escribir lo que resta.
Alfredo de los Palotes, sinónimo de nuestro gauchesco naides, es el narrador de cuya existencia lo sabemos viudo de mujer, pero también de valentía para enfrentar la madurez, si es que ésta debe ser un ideal supremo o una catarata de errores que eluden toda lógica. Depresivo, dubitativo, en permanente conflicto con el sistema de manutención, recuerda al personaje de Italo Svevo, Zeno Cosini: se miente, pero también en el arrepentimiento reconoce una sed insaciable, en este caso, de conocimiento. Pero el conflicto que adviene es substancia, en alguna medida propone que el siglo XXI argentino comenzó en 2007, cuan- do el reconocimiento profesional (junto con el académico) dejaron de ser una herramienta para conseguir el ansiado ascenso social, o al menos, el pago de un salario digno. En varias escenas la pregunta surge en el lector: ¿para qué el saber? ¿Para qué las ideas? Al fin, ¿para qué el sacrificio?
La cuestión ética se explaya en una solución estética. Al personaje lo complementa su admirado teórico intelectual, Iván Kasparov, casi aristocrático, lúcido, al borde del gran descubrimiento por el que todo cambiará en el círculo de prestigio universitario global. Alfredo va a él para dialogar, realizando un intercambio en el que la honestidad, el desparpajo y la angustia construyen el inminente andamio genial. Ambos realizan el exquisito misterio de la existencia humana, la amistad. En personas como yo, John Irving cita de Ricardo II de Shakespeare: “Así yo en uno solo hago de muchos,/ y ninguno satisfecho”. La insatisfacción es la curiosidad de este lazo en el que la vida misma se justifica en el diálogo de un hombre y el reflejo de su ser. Si bien la forma remite a Bouvard y Pécuchet de Flaubert o a Mason y Dixon de Pynchon, lo referencial subyace en el vínculo entre Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam, pero evocada de manera simbólica desde la pluralidad fantástica del cuadro Los embajadores de Holbein El Joven. Allí, Jean de Dinteville y Georges de Selve posan entre una infinidad de objetos que expresan la inquietud de ambos, el objeto de sus discusiones, el afán de las ideas que elaboran. Schiaffino refiere que de esta amistad también se transformó la economía del
Depresivo, dubitativo, en permanente conflicto con el sistema de manutención, recuerda al personaje de Italo Svevo, Zeno Cosini