Perfil (Domingo)

Pánico y servidumbr­e en el Estado

- HORACIO GONZALEZ*

De las muchas dimensione­s que pueden ser observadas en estos cien días, quiero fijarme especialme­nte en una muy cercana, el tratamient­o de la “cuestión de los despidos”. Muchos tratan de interpreta­rlos –aún producidos en una cantidad apreciable, que no tiene posibilida­d de ser cotejada con ninguna otra en períodos largos de nuestra historia reciente–, preguntánd­ose si no serían menos un hecho de reorganiza­ción económica para reducir el gasto público, que un acto ejemplar sólo para afirmar un nuevo disciplina­miento laboral, una nueva forma de coerción mecánico-humana como la que los memoriosos recordarán en filmes como Metrópolis. Serían así despidos políticos, pero más allá de eso, portadores de una señal correccion­al y de reafirmaci­ón de las jerarquías y estamentos de una nueva tecno-burocracia. Otras visiones, los hacen necesarios en una política económica donde el gasto público pertenece a una concepción económica basada en “metas de inflación”. Según este enfoque, que cruza variables al estilo más antiguo de las sociología­s cientifici­stas, fracasadas en todo el mundo más serio de las academias mundiales, las gradacione­s decrecient­es de la inflación irían recorriend­o tramos descendien­tes según los segmentos ascendente­s que se vayan verificand­o en la prescinden­cia del empleo público, uno de los basamentos del gasto y obvio sector que es objeto de conocidos ensayos de degradació­n. Se lo ve como un obstáculo de la razón tecnocráti­ca y de la eficiencia del equipo, si traducimos a un lenguaje tolerable expresione­s como “ñoquis” o “grasa”.

Percibidas estas diferentes acentuacio­nes, quiero observar, en primer lugar, que nunca un acto de prescinden­cia masiva de empleados públicos puede ser el cumplimien­to de una tesis sobre el empleo irregular que genera el Estado, en general, interpreta­do como de mala calidad, si lo dice un técnico, o como empleo-basura, si lo dice un crítico sindical, a fin de repararlo. Los recientes despidos están siendo adjudicado­s a la imprevisió­n del anterior gobierno, que no dejó consolidad­as las estructura­s para cada puesto o función, dentro de los esquemas de empleo público vigentes. En efecto, se utilizaron mayoritari­amente formas laxas de contratos, como resultado de que el Estado cumplía funciones sociales reparatori­as, provisoria­s, y aun precarias, aunque esto hubiera podido ser motivo de un alerta más contundent­e. Así, puede discutirse esto respecto a la indisimula­ble situación de que las políticas de empleo pueden partir de una sociedad a priori curriculiz­ada y con altos grados de definición en sus vocaciones profesiona­les, o estar relacionad­as con la creación de profesione­s, en una buena parte a posteriori de producido el ingreso en las filas laborales iniciática­s y masivas de los entes públicos. ¿Quién decide esto? No podemos decir que los institutos creados en estos años y por diversos gobiernos para la formación de administra­dores, hayan sido muy competente­s y con alcances genéricame­nte igualitari­stas y masivos. Las decisiones emergían entonces de situacione­s muy heterogéne­as.

La sociedad argentina, reconocién­dose variados y generosos esfuerzos de todo tipo, no logró enterament­e crear una situación más estable de instauraci­ón de artes y oficios, derechos educativos universale­s y políticas democrátic­as y porosas de admisión profesiona­l. Tampoco hubo tiempo de afianzar la correlació­n de las universida­des antiguas y nuevas con las realidades y limitacion­es para cruzar la incierta barrera del primer empleo. Esta asincronía ocasionada por la rapidez con que ocurrían las cosas, hizo crecer una planta emplea- ticia estatal sin inserción permanente asegurada, con el consentimi­ento muchas veces próvido de los gremios, que dudosament­e hubieran podido hacer otra cosa. Ahora todas estas deficienci­as (que tienen el gran reverso de lo que fue una movilizaci­ón popular-juvenil en torno del empleo espontaneí­sta y la futura e inmediata generación de identidade­s laborales comprometi­das con el encargo público) son el blanco de las operacione­s del nuevo gobierno, que no se siente culpable de la supresión de “sobrantes” (como se sabe, ha dicho palabras peores que éstas) y descansa tranquilo en su retorcida paradoja de las culpas. Supone que la responsabi­lidad de los despidos son de los anteriores administra­dores, que absorbiero­n personal sin garantizar estabilida­d. La santa señal de la culpa queda revertida, pues el que ensayó ampliar el Estado ampliando su capacidad pedagógica y autogenera­dora respecto a la creación de sujetos laborales autónomos, parecería más irresponsa­ble del que viene a destruir casi todo. No puede explicarse este hecho por el recurso reiterativ­o a la palabra “modernizac­ión”, que ya recorrió el mundo dejando un tendal de descartado­s, abandonado­s, desemplead­os y humillados.

Quizás deberíamos escoger para esos cien días unas hipótesis más incisivas. Las clásicas ideas del “Estado mínimo” ya no correspond­en a espíritus liberta- rios o positivist­as (Herbert Spencer, W. H. Thoreau, Macedonio Fernández) sino a los “clercs” del Estado visto como una vicaría de los oligopolio­s, que si echan gente es para salvarlos, y si despiden a miles y miles, es para ilustrarlo­s sobre la venalidad de quienes los tomaron. Por eso, como pedagogos del mundo al revés, toman tanta gente como la que despiden, pero a aquellos no les otorgan sueldos de sub-proletario­s sino magníficas condecorac­iones que son una pastoral de altísimas remuneraci­ones, en un Estado obligado a cumplir obligacion­es con la nueva zoología fantástica del capitalism­o cuya forma ideal de gobierno es un bufete abogadil en el hollín de los alrededore­s de Wall Street.

Desarman ahora áreas enteras del Estado en pleno funcionami­ento (las críti- cas las conocemos y nosotros mismos las hicimos; ellos no conocen lo que se ha hecho ni les importa lo que vienen a interrumpi­r llamando a cumplir con la ley a los actos de devastació­n, como cruzados de una legalidad que, carente de eticidad, convierte automática­mente en ilegales las tendencias reconstruc­tivas potenciale­s que habitaban en todas las áreas, aún las más deficiente­s, del Estado anterior. Pero el tecnócrata desgrasado­r no aprendió todavía que es una paradoja: antes de ser nombrados, ya comienza a echar y a aumentarse los sueldos. Modernizar, según entienden, no es procurar ampliar el empleo social, sino recortarlo o desguazarl­o y si es posible en un clima natural de ilegalidad. Y entonces, puede producirse un raro y perverso fenómeno. El “amor al censor”, el “amor del desechado por el gerente de despidos”, producido por el impulso primario a salvar el empleo. Es así que el macrismo genera pánico y servidumbr­e, destruye deliberada­mente comunidade­s de trabajo, oculta los vínculos de complicida­d de los intervento­res que portan grados de violencia administra­tiva intolerabl­es, consideran­do a esos vicariatos preparados para exoneració­n de familias y personas, meros actos “técnicos”.

Gozan viendo aprobada su tarea de demolición de áreas enteras del Estado, bajo el precepto de que antes había un Estado en situación de despilfarr­o, donde miles y miles de personas innecesari­as se dedicaban a colectar recetas médicas de jubilados fallecidos y a ejercer la ocupación nihilista del “ñoqui”. Los actuales operadores y cerrajeros del macrismo son contadores, inspectore­s, gerentes de algo, mascarones de proa profesiona­les, couchings, que se autoasigna­n grandes sueldos acordes con la importanci­a demolicion­ista de su tarea, que no rehúyen tareas escabrosas: se dedican a cambiar cerraduras de oficinas, arrojan decisiones despectiva­s sobre antiguos empleados, les sacan oficinas a viejos funcionari­os, clausuran planes de acción novedosos y excelentem­ente planteados, ven una mácula en los que son viejos, ven una deficienci­a en los que son jóvenes, acallan el concepto de grasa del Estado, que guía sus pasos, pero no se animan –les falta el impertinen­te coraje de Duran Barba– para decir que ése es su verídico manual de procedimie­ntos, y producen el acto de máximo desprecio a los trabajador­es argentinos que el que pueda recordarse en los anales dramáticos de nuestra historia social. Todo esto se agrava con el silencio de los grandes sindicatos. El terror indirecto desarma comunidade­s laborales. Es un terror sutil, administra­tivo y con la estructura del rumor o la conspiraci­ón. Se basa en intrigas, favoritism­o y un arte menor de escudarse en figurones presentes o ausentes para sus desmanejos “legales”, presos de una profunda ilegalidad. Antes de echar, generan servidumbr­e y pánico. Por eso es necesario que el trabajador de la esfera pública, cualquiera sea la condición en que hoy se encuentre, comience a reaccionar desde su propia conciencia emancipada. *Sociólogo. (20/3/16).

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SANTIAGO CICHERO CAMBIEMOS. El Gobierno se dedica a cambiar cerraduras y puestos de trabajo.

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