Las mil y una vidas de Sherman
El mito de Narciso es el de la duplicación y la repetición. No sólo por la maldición que Némesis arroja sobre el bello muchacho, la de enamorarse de su propia imagen en un lago y de esa manera encontrar la muerte, sino que la despechada joven era nada más ni nada menos que Eco. Aquella desgraciada soportaba el castigo de repetir la última palabra. La ninfa había caído en desgracia y la diosa Hera, muy imaginativa para hacer el mal, la había condenado a la molesta acción de replicar lo último que se dice. Tiresias, el vidente ciego, en la versión de Ovidio, le advierte a la madre de Narciso que la vida del joven llegará a una edad avanzada, en tanto, no se vea a sí mismo. Imagen y sonido redoblan y propician la tragedia. El autorretrato eterno de Cindy Sherman sugiere el pensamiento narcisista que proviene del mito, como casi todas las cosas que pensó Sigmund Freud. Pasarse toda una carrera artística sacándose fotos de ella misma parece ser la cita obligada de la contemporaneidad con la leyenda del bello joven que se ahoga en sí mismo. Sin embargo, Sherman (New Jersey, 1954), lejos de autoidentificarse y por lo tanto, destruirse, se multiplica y prolifera. Su rostro y su cuerpo como campo de experimentación de en cuántas mujeres podemos transformarnos. Su lema, “lo personal es político”, la aleja del lago de la contemplación solitaria, narcisista y estéril, para librarla al mar de posibilidades que con la fotografía se ha podido navegar. Ser ella misma para ser miles de otras. Ocultarse tras su cara, nunca verse del mismo modo, expandir su cuerpo para contener multitudes.