Perfil (Domingo)

Hablemos de canguros

- MARIA SONIA CRISTOFF

nada que se pueda hacer, nada. El hombre trata de ser amable, se nota a pesar de su repertorio ínfimo. Nos repite lo que le dijeron en la central. El avión no bajará solamente por dos pasajeras. Aunque hayan pagado sus pasajes a tiempo, etcétera, no rinde. Mi compañera de infortunio insiste en que ése era el vuelo que ella tenía que tomar para llegar a tiempo al que a su vez mañana tiene que tomar para volver a Australia. Tampoco rinde. El hombre la mira ahora con una especie de conmiserac­ión. Prefiero ahorrarme lo que sigue. Afuera hay viento helado y una cordillera que me quedo mirando desde el cordón de una vereda, si es que así se puede llamar. Viajar en avión dentro de la Patagonia sigue siendo tan incierto como en los tiempos en los que Saint-Exupéry inauguró por acá el transporte aéreo. O, parafraseá­ndolo injustamen­te, un lujo de principito­s: accesible y fácil sólo para aquellos que vienen en sus avionetas privadas, que son tantos más de los que suponemos.

Se lo comento cuando sale, abatida, y se sienta también en el cordón. Como toda respuesta, busca frenética su celular entre los bolsos. Cuando está a punto de marcar, se arrepiente, lo guarda. No piensa darle a su hija la oportunida­d de haber tenido razón, me anuncia a mí o al viento. Te dije que un viaje en grupo era mejor, le va a contestar, ni siquiera feliz de haber tenido razón. Más bien ausente, pensando en ese caso que ahora la tiene totalmente enfrascada. Su hija se especializ­a en tomarse su profesión así, como una sucesión de casos que no pueden esperar, como un antídoto contra una lista de cosas entre las cuales ella, su madre, está siempre primera. Se calza unos anteojos negros. Noto un temblor en sus manos huesudas que no sé si adscribir a la vejez o a la rabia. No eran así los Andes que se había imaginado. Nada es como se lo había imaginado.

Las cosas son bien distintas acá por el Sur, digo, como para conjurar esto de haber quedado varada y, además, acompañada. Y le pregunto si sabía que, en el siglo XIX, a la Patagonia la llamaban “la Australia argentina”. Intentaron llamarla, en realidad, pero los planes se aguaron. Eso último no se lo digo porque anoche, cuando fue a cerrar la ventana de su cuarto, vio pasar un canguro, me interrumpe. Veloz, decidido, mucho más audaz de los que suele ver por allá en Australia. Me asombra que su español de academia logre juntar tres adjetivos tan rápido. No me sorprenden per se, sino por la velocidad. Será porque estamos hablando de canguros.

Tenía leído que no vivían por acá, dice, como resignada, como si haber cruzado los océanos para venir a encontrar el animal australian­o por antonomasi­a sólo acrecentar­a su desilusión. Le cuento que acabo de leer un relato de Juan Pablo Roncone, un autor chileno, en el que dice que un avión que llevaba canguros al zoológico de Buin se estrelló en el Sur, ahí nomás cruzando esa cordillera, y que de los seis animales hubo un solo sobrevivie­nte, al que nunca encontraro­n. Suponen que habrá aprendido la manera de subsistir ahí, de traducir las maneras del desierto a los bosques cada vez más achaparrad­os. Eso se deduce del cuento. Por un rato, nada más, hasta que el narrador lo atropella con su camioneta. Baja, lo ve desangrars­e con el cuello torcido, los ojos bien abiertos. Busca la escopeta de caza y lo mata, como haría cualquier persona buena. Esto último no se lo digo, aunque ella ahora me escuche en silencio. En cambio, le aseguro que sin dudas fue ése el canguro que vio pasar anoche.

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MARTA TOLEDO

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