Hierba buena
años atrás, en el sur de la India, tuve un primer contacto involuntario con la medicina ayurveda. Bastante enfermo, llegué a Cochin, una de las ciudades más antiguas de Kerala, provincia en sí paradisíaca por su naturaleza, por su baja densidad de población por metro cuadrado –en relación con el resto del país– y por el progresismo de un gobierno local socialista que había eliminado casi el analfabetismo y disminuido la tasa de mortalidad infantil de modo inusual. Antes yo había deambulado por estados aledaños, como Karnataka y Tamil Nadu, y había acopiado en el estómago todo tipo de bacterias resistentes a los blisters de medicina occidental que acarreaba por precaución, como amuletos. Aunque no lo verifiqué, estoy seguro de que pesaba un tercio menos que al partir de Argentina.
Aconsejado por un poeta local amigo, visité a un gurú que vivía en una choza al borde de un canal, con su propia huerta. Como todo gurú, tenía una barba canosa y de décadas, una delgadez y una amabilidad sobrenaturales. La charla, en un inglés puntuado por movimientos de cabeza, duró dos horas y emuló, con diferencias culturales, la que suele tenerse con un homeópata. Esa fue su forma de auscultarme. Me recetó hierbas y brebajes que en cuestión de días lograron lo que la potente medicina halopática no. Hasta ese momento, no sabía mucho sobre la medicina ayurveda y su trasfondo religioso filosófico, aunque nadie en el sur de la India ignoraba sus principios. Me enteré de que este milenario sistema médico prestidigitaba la salud de millones de personas en el país y de que sus fundamentos eran una dieta naturista y plantas medicinales para la cura de las principales afecciones del cuerpo –y podríamos decir también del espíritu, ya que al igual que lo homeopatía no escinde la mente del cuerpo–.
Cada tanto, cuando entro a una dietética en Buenos Aires, recuerdo esa experiencia. Voy hacia uno de estos establecimientos –tan proliferantes en cada rincón de la ciudad como las cervecerías hipsters en Palermo– para comprar arroz yamaní o lentejas turcas, y suelo verificar que un estante más de la dietética ha sido ocupado por un cotillón de remedios naturales y vitaminas mágicas. De cada diez personas, según estadísticas hechas a ojo de buen cubero, tres compran arroz, frutos secos y huevos de campo, y siete llegan en busca de soluciones para afecciones que a veces son propias de la edad, y otras veces efecto residual de una industria farmacéutica que, como una colonia de termitas, después de los cincuenta socava el organismo. Así, los suplementos dietarios, las hierbas y los polvillos prácticamente han transformado estos locales en las nuevas farmacias del siglo XXI: una boca de expendio donde la superstición y la fe están al servicio de la salud y no de la trascendencia.
La industria naturista es una industria más, como todas, y persigue la rentabilidad. El empleado de la dietética escucha, diagnostica, receta como un gurú y administra hierbas o raíces que todo lo combaten: cola de caballo, espirulina, diente de león, lecitina de soja, gingko biloba, ginseng, ajo negro, jalea real, fabulosas tinturas madre que cuestan más que un antibiótico de última generación. No me extrañaría que los laboratorios hubieran metido las narices en el negocio naturista y que en algún suplemento vitamínico apareciera el nombre de un laboratorio multinacional.