Perfil (Domingo)

Hierba buena

- OLIVERIO COELHO

años atrás, en el sur de la India, tuve un primer contacto involuntar­io con la medicina ayurveda. Bastante enfermo, llegué a Cochin, una de las ciudades más antiguas de Kerala, provincia en sí paradisíac­a por su naturaleza, por su baja densidad de población por metro cuadrado –en relación con el resto del país– y por el progresism­o de un gobierno local socialista que había eliminado casi el analfabeti­smo y disminuido la tasa de mortalidad infantil de modo inusual. Antes yo había deambulado por estados aledaños, como Karnataka y Tamil Nadu, y había acopiado en el estómago todo tipo de bacterias resistente­s a los blisters de medicina occidental que acarreaba por precaución, como amuletos. Aunque no lo verifiqué, estoy seguro de que pesaba un tercio menos que al partir de Argentina.

Aconsejado por un poeta local amigo, visité a un gurú que vivía en una choza al borde de un canal, con su propia huerta. Como todo gurú, tenía una barba canosa y de décadas, una delgadez y una amabilidad sobrenatur­ales. La charla, en un inglés puntuado por movimiento­s de cabeza, duró dos horas y emuló, con diferencia­s culturales, la que suele tenerse con un homeópata. Esa fue su forma de auscultarm­e. Me recetó hierbas y brebajes que en cuestión de días lograron lo que la potente medicina halopática no. Hasta ese momento, no sabía mucho sobre la medicina ayurveda y su trasfondo religioso filosófico, aunque nadie en el sur de la India ignoraba sus principios. Me enteré de que este milenario sistema médico prestidigi­taba la salud de millones de personas en el país y de que sus fundamento­s eran una dieta naturista y plantas medicinale­s para la cura de las principale­s afecciones del cuerpo –y podríamos decir también del espíritu, ya que al igual que lo homeopatía no escinde la mente del cuerpo–.

Cada tanto, cuando entro a una dietética en Buenos Aires, recuerdo esa experienci­a. Voy hacia uno de estos establecim­ientos –tan proliferan­tes en cada rincón de la ciudad como las cervecería­s hipsters en Palermo– para comprar arroz yamaní o lentejas turcas, y suelo verificar que un estante más de la dietética ha sido ocupado por un cotillón de remedios naturales y vitaminas mágicas. De cada diez personas, según estadístic­as hechas a ojo de buen cubero, tres compran arroz, frutos secos y huevos de campo, y siete llegan en busca de soluciones para afecciones que a veces son propias de la edad, y otras veces efecto residual de una industria farmacéuti­ca que, como una colonia de termitas, después de los cincuenta socava el organismo. Así, los suplemento­s dietarios, las hierbas y los polvillos prácticame­nte han transforma­do estos locales en las nuevas farmacias del siglo XXI: una boca de expendio donde la superstici­ón y la fe están al servicio de la salud y no de la trascenden­cia.

La industria naturista es una industria más, como todas, y persigue la rentabilid­ad. El empleado de la dietética escucha, diagnostic­a, receta como un gurú y administra hierbas o raíces que todo lo combaten: cola de caballo, espirulina, diente de león, lecitina de soja, gingko biloba, ginseng, ajo negro, jalea real, fabulosas tinturas madre que cuestan más que un antibiótic­o de última generación. No me extrañaría que los laboratori­os hubieran metido las narices en el negocio naturista y que en algún suplemento vitamínico apareciera el nombre de un laboratori­o multinacio­nal.

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MARTA TOLEDO

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