Hoy: ‘Una autobiografía soterrada’, de Sergio Pitol
Conocemos bien, o por lo menos decimos que conocemos bien, ese linaje zigzagueante de lectores-escritores que vienen de Cervantes y hacen de Borges su principal argumento moderno (el argumento es que está probado que no hay nada de malo en que existan sino todo lo contrario: sin lectores no hay escritores). Ricardo Piglia es otro gran ejemplar argentino de esa especie; y también lo es en España Enrique Vila-Matas, quien reconoce como su maestro en estos asuntos al mexicano Sergio Pitol, de quien habremos de hablar en las líneas siguientes.
Hablemos. Primero de qué significa ser escritor-lector en el sentido en que lo estamos considerando. Un escritor-lector es aquel escritor que revela sus lecturas en la escritura, que hace de la lectura una materia narrativa, que curte a mansalva el name dropping y que hace del parasitismo literario un arte explícito. Hay, en esas operaciones, una voluntad de exhibicionismo –quizá también una honradez en referir los bueyes con que se ara– y alguna cuestión edípica que cada cual debe resolver con su analista o con electroshocks Además de escritor y diplomático, es traductor. Nació en Puebla, México, el 18 de marzo de 1933. según la agudeza de los casos.
Ahora sí, Sergio Pitol y una muestra de sus gustos y labores: Una autobiografía soterrada (Anagrama, 2010). Son cinco textos más una charla con Carlos Monsiváis. El conjunto es más o menos autocelebratorio, como cuando se hace memoria de lo logrado, aunque Pitol ve turbio en el interior de sus recuerdos.
El libro comienza con un tratamiento de Pitol en La Habana, más precisamente en el complejo La Pradera, donde fueron internos Diego Maradona y Hugo Chávez. A Pitol le extraen sangre y se la devuelven cargada de ozono y juventud. Será por eso, o por lo que sea, que su estadía en Castrolandia le despierta escenas dormidas de cincuenta años de antigüedad. Pero lo bueno de Pitol, que se toma sus sesenta o setenta páginas para aparecer, es que recuerda “mal”. La vida se mezcla con la literatura, el diario pretendidamente documental o testimonial con la confección de ficciones, el presente es un pasado que persiste y las geografías y las lecturas se condensan y centrifugan. Entonces, ocurre lo contrario de lo que le pasa a Pitol con sus cuentos, a los que ve como fluidos que hay que cercenar rebajándolos a alguna forma geométrica. En los ejercicios de la memoria dominan los flujos, la fuerza literaria aún sin forma, lo que le da a Pitol soltura para practicar su maestría para la lectura escrita.
Cada capítulo del libro es acompañado de una foto del autor en la que, por supuesto, va envejeciendo su imagen a cambio de rejuvenecer su prosa. Excepto el último (la charla con Monsiváis), donde el interlocutor le desliza con elegancia la descripción de su juego borgeano: “Don de síntesis, prosa clásica y las interminables lecciones de inteligencia”.
A lo largo de Una biografía sote- rrada, Sergio Pitol se luce irrumpiendo con incisiones de erudición, un anecdotario basado en el desplazamiento diplomático y una retrospectiva sobre los orígenes de sus libros. Pero lo mejor aparece en unos párrafos especulativos en los que imagina una novela nunca escrita aunque capaz de confundir “a la gente de orden, a la razón, a los burócratas, a los políticos”, apenas una parte de la lista infatua a la que la literatura le hace la guerra.