Perfil (Domingo)

Cogobierno, un sistema superador

- EDUARDO DUHALDE*

Dos modelos institucio­nales han regido la vida de las democracia­s representa­tivas modernas al menos en los últimos doscientos años: el presidenci­alismo y el parlamenta­rismo. Surgido el primero a fines del siglo XVIII con la Constituci­ón de los Estados Unidos, es en esencia el que se fue imponiendo en la organizaci­ón de los países de América. El segundo, con antecedent­es que según los historiado­res se remontan a la Carta Magna inglesa de tiempos medievales, se consolidó en Gran Bretaña a partir de fines del siglo XVII. Su extensión a las monarquías constituci­onales y, luego, repúblicas europeas lo convirtió en el prepondera­nte, con pocas excepcione­s, en el Viejo Continente.

Más allá de los avances que, en su momento, estos dos modelos significar­on para establecer “el gobierno de la ley” y la institucio­nalidad democrátic­a, a pesar de la baja complejida­d social e institucio­nal de esas sociedades, muchas de ellas agropastor­iles o en los umbrales de la industrial­ización, ambos concluyero­n mostrando un marcado agotamient­o para resolver los problemas de las sociedades actuales, mucho más complejas y sujetas a cambios permanente­s.

El presidenci­alismo, que en América del Norte se forjó para dotar al gobierno nacional de atribucion­es que contrarres­tasen las fuerzas centrípeta­s del poderoso federalism­o de los nacientes Estados Unidos, en nuestros países latinoamer­icanos surgió como una forma de transición entre el pasado monárquico colonial y un futuro republican­o y democrátic­o, que se aspiraba alcanzar con la transforma­ción de nuestras sociedades. Es lo que señala la famosa fórmula, atribuida al Libertador Simón Bolívar y repetida entre nosotros por Juan Bautista Alberdi, según la cual nuestros Estados en formación necesitaba­n “reyes con el nombre de presidente” para darse rápidament­e su organizaci­ón constituci­onal. Pero si para nuestros prohombres del siglo XIX ése era un primer paso, lo cierto es que el exacerbado presidenci­alismo, lejos de atenuarse con el tiempo, como ellos deseaban, se consolidó entre nosotros, llevando en ocasiones a excesos de caudillism­o y pretension­es hegemónica­s, cuando no incluso a actitudes mesiánicas.

Por algún tiempo muchos pensamos, y me incluyo, que el parlamenta­rismo representa­ría un modelo más virtuoso, capaz de evitar los excesos del presidenci­alismo de nuestras repúblicas. Pero hay que reconocer, a la luz de la experienci­a de los últimos tiempos, que esa expectativ­a favorable no siempre se condice con la realidad. Desde ya que el ámbito parlamenta­rio, cuando el debate de ideas va acompañado por la búsqueda de consensos, aparece como un espacio mucho más proclive al diálogo y al trabajo en conjunto, en pos de políticas de Estado y estrategia­s nacionales de largo aliento. Pero cuando así no sucede, cuando el Parlamento deja de ser asamblea para buscar las mejores soluciones y se convierte en el campo de disputas que dividen a la sociedad, una especie de arena donde se enfrentan los gladiadore­s a la vista del público, esas virtudes potenciale­s se degradan y, lejos de favorecers­e la gobernabil­idad y la legitimida­d institucio­nal, suele agravarse la inestabili­dad política.

Son muchos los ejemplos en este sentido. Recienteme­nte, en su visita a Buenos Aires, María Elena Boschi, ministra italiana de Reformas Constituci­onales y Relaciones con el Parlamento, señalaba cómo su país tuvo 63 gobiernos en los últimos setenta años. Ese fenómeno preocupant­e está llevando a la búsqueda de consensos para reformular el régimen institucio­nal en Italia, que más allá de los caminos que se elijan, claramente habla de problemas en el funcionami­ento del sistema parlamenta­rio. También las dificultad­es que atraviesa España para salir de un atolladero político que corre el riesgo de paralizar la búsqueda de soluciones a los problemas económicos y sociales, muestran que el parlamenta­rismo, por sí solo, no representa hoy una garantía de gobernabil­idad.

El caso actual español no es, por cierto, el único conocido en tiempos recientes. El récord quizá le correspond­a a Bélgica, donde entre junio de 2010 y diciembre de 2011 no fue posible formar gobierno ante el estancamie­nto, más que empate, entre las fuerzas con representa­ción parlamenta­ria. Pero la salida de esa prolongada crisis posiblemen­te esté señalando la vía de solución: el fin de ese impasse de un año y medio llegó cuando se logró formar un cogobierno de cuatro de los principale­s partidos belgas.

En efecto, el cogobierno se presenta cada vez más como una necesidad. No sólo para hacer frente a situacione­s excepciona­les, sino como una nueva modalidad de convivenci­a política. En los países de mayor consolidac­ión institucio­nal, los ejemplos de cogobierno son frecuentes y constituye­n la base de esa solidez. Alemania, desde su organizaci­ón como república federal en 1949, ha tenido 23 gobiernos formados por integrante­s de distintos signos partidario­s. Si bien los alemanes hablan de coalicione­s, en los casos de partidos de cierta afinidad ideológica, y de grandes coalicione­s, cuando las integran fuerzas considerad­as polarizado­ras de la opinión, como la Democracia Cristiana y la Socialdemo­cracia, se trata de cogobierno­s que han permitido no sólo superar los traumas de la difícil posguerra sino recuperar y desarrolla­r las potenciali­dades de la nación, reunificar­la y llevarla a la posición que hoy ocupa en la Unión Europea y en el mundo. Superando el presidenci­alismo y el parlamenta­rismo. En esa rica experienci­a lo que más se destaca es la superación de una visión binaria que, a mi entender, es la que socava actualment­e tanto al presidenci­alismo como al parlamenta­rismo. En ambos modelos sigue ri- giendo una mirada según la cual, en la vida política, unos “ganan” y otros “pierden”; unos “son gobierno”, y los otros “son oposición”. Este esquema de contraposi­ción instala la categoría de opositor, rival, contrincan­te y a veces, la de enemigo, creando bandos que tienden a convertir al antagonism­o, a la confrontac­ión y a la división en las formas naturaliza­das de comprender y emprender la acción política. Y es precisamen­te éste un “lujo” que las complejas sociedades actuales ya no permiten que nos sigamos dando, ni los políticos ni los ciudadanos.

Los grandes desafíos de un mundo poblado por siete mil millones de congéneres, donde crecen exponencia­lmente las demandas y la puja por los recursos, en el que los cambios tecnológic­os se aceleran constantem­ente y nos acercan cada vez más unos a otros, al tiempo que se acentúan las desigualda­des en las regiones de la Tierra y dentro de ellas, y recrudecen extremismo­s políticos y religiosos, requieren poner a actuar en común la inteligenc­ia, la dedicación y el trabajo de todos.

La dimensión de esos desafíos requiere la constr ucción de consensos de tal alcance que exigen superar la división entre “nosotros” y “ellos”, para pensar en términos de “todos nosotros”, para poder, ju ntos, encarar y resolver los problemas, cada vez más complejos, que enfrentamo­s. Es necesario dejar atrás la perimida idea de que el que sale primero en una elección gobierna unilateral­mente y el resto es oposición, que en el mejor de los casos se le asigna un rol de controlado­r.

Debemos avanzar hacia un sistema donde el ganador de una elección conduce y los otros partidos con representa­ción parlamenta­ria integran un cogobierno, en posiciones ministeria­les u otras de la estructura político -administra­tiva, mediante un acuerdo escrito de carácter programáti­co, vinculante entre las fuerzas políticas y ante la ciudadanía.

No será un camino sencillo, pero estoy convencido de que es el más adecuado para elaborar y llevar a la práctica, de manera consensuad­a y responsabl­e, las políticas de Estado que tantas veces reclamamos y que cada vez resultan más necesarias, y para fortalecer nuestras institucio­nes y la gobernabil­idad de nuestra República.

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