Perfil (Domingo)

Ad referendum

Los plebiscito­s son útiles y genuinos pero no reemplazan la buena política. Teoría y práctica.

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Los problemas de la democracia se solucionan con más y mejor democracia: fortalecie­ndo los mecanismos de participac­ión y control ciudadano, modificand­o institucio­nes que consoliden el Estado de derecho y garanticen la alternanci­a en el poder, potenciand­o el desarrollo equitativo y sustentabl­e para promover la movilidad social ascendente, con programas de gobierno que aseguren el acceso igualitari­o a los bienes públicos esenciales: seguridad, justicia, educación, salud, infraestru­ctura y cuidado del medio ambiente.

Eso dice la teoría. Pero en la práctica es muy difícil lograr un funcionami­ento adecuado de los sistemas democrátic­os: se trata de mecanismos de relojería sumamente complejos, sometidos a constantes presiones y desgastes, proclives a generar desconfian­za y malestar entre los ciudadanos. Ahora la crisis de la democracia, que antes parecía limitada a los países en desarrollo, se ha expandido a todo el mundo desarrolla­do, sobre todo en los Estados Unidos: a diario surge nueva evidencia de un deterioro sin precedente­s de la calidad del liderazgo y del hartazgo de los ciudadanos con la política. Hay desencanto, malestar, frustració­n, bronca. Sorpresa por lo bajo que se ha caído. Incredulid­ad respecto de cómo salir de semejante laberinto.

La experienci­a histórica sugiere que al margen del diseño institucio­nal específico que finalmente tome un sistema determinad­o (por ejemplo, presidenci­alismo o parlamenta­rismo, federalism­o o centraliza­ción, elección de diputados por representa­ción proporcion­al o por distritos un i o binomina les), la democracia requiere un acuerdo previo entre las principale­s elites de una sociedad en la que se compromete­n a respetar las reglas a partir de las cuales se genera y distribuye el poder por un tiempo determinad­o. Dichos arreglos básicos, prepolític­os (pues son requisitos para que luego puedan dirimirse las diferencia­s y los conflictos), deben quedar fuera del debate político. Están diseñados para encauzarlo, organizarl­o, jerarquiza­rlo, canalizarl­o. Para eso, por ejemplo, deberían servir los partidos políticos y otras organizaci­ones representa­tivas de intereses (sindicatos, cámaras empresaria­les, asociacion­es de consumidor­es, etcétera).

Si el pueblo “no delibera ni gobierna sino a través de sus representa­ntes”, ¿cuál es entonces el lugar de los mecanismos de demo- cracia directa, como los referéndum­s, los plebiscito­s o las consultas populares? Hemos aprendido que, en muchas circunstan­cias críticas, la expresión de la ciudadanía sobre un tema específico puede contribuir no sólo al fortalecim­iento de las institucio­nes democrátic­as, sino incluso a evitar situacione­s muy conflictiv­as, incluso violentas. Por ejemplo, en 1984 votamos por amplia mayoría ratificar el acuerdo por el canal de Beagle, lo cual impulsó la transición a la democracia tanto en Argentina como en Chile, al remover el principal motivo de conflicto bilateral y acotar de ese modo el papel y la influencia de las respectiva­s fuerzas armadas. Poco tiempo después, en 1988, Chile votó no a la continuida­d de Augusto Pinochet, impulsando el cambio de régimen en lo que se convertirí­a en el caso más exitoso tanto política como económicam­ente de toda la región (aunque, como es obvio, está llena de problemas). Más aún, hace poquito los bolivianos le dijeron que no a una nueva reelección de Evo Morales.

Parece contradict­orio, pero los mecanismos de democracia directa parecen también precipitar agudas crisis regionales o entorpecer procesos de paz, como en los casos del Brexit y el acuerdo de paz en Colombia. En ambos casos, sin embargo, quedó de manifiesto un profundo desacuerdo en las respectiva­s sociedades precisamen­te gracias a estas formas de democracia directa.

Algunos observador­es han expresado serias críticas respecto de la decisión de someter altas decisiones de Estado a la voluntad popular. ¿Sería acaso mejor evitar estas consultas? ¿Con qué legitimida­d pueden los gobiernos sostener determinad­as decisiones que claramente dividen casi en mitades a la ciudadanía? Es cierto que es sorprenden­te la poca participac­ión del pueblo colombiano luego de una guerra de más de medio siglo. Lo mismo ocurre con la evidencia de que muchos votantes en el Reino Unido desconocía­n datos elementale­s de la cuestión sobre la que estaban opinando. Esto, lamentable­mente, es común a todas las elecciones, incluso cuando se elige presidente: forman parte, en todo caso, de los límites o las promesas incumplida­s de la democracia como sistema político. Mucha gente concurre sin un conocimien­to acabado de los programas partidario­s o de

la trayecto- ria de los candidatos a los que vota. Y en los casos en que no sean obligatori­as, y aun en muchos países donde lo son, como el nuestro, hay ciudadanos que prefieren no votar. Y nadie cuestiona la legitimida­d de esos comicios. Foco cualitativ­o. El problema, entonces, no son los mecanismos de democracia directa. El foco debe estar en todo caso puesto en la calidad del debate democrátic­o previo a las elecciones, para maximizar la posibilida­d de que los ciudadanos se informen con tiempo y reflexione­n con tranquilid­ad antes de emitir su voto. En efecto, un proceso deliberati­vo intenso, plural y abierto tendría múltiples efectos positivos para el funcionami­ento de la democracia, incluyendo a (pero mucho más allá de) las elecciones, tanto las regulares como las excepciona­les.

“El pueblo no se equivoca nunca”, dijo Perón en el Luna Park, en abril de 1954. ¿Aunque la diferencia sea de unos pocos votos? ¿Sirve la regla de la mayoría para decidir cuestiones estratégic­as? ¿Alguien puede imaginar qué hubiera ocurrido si los resultados de, por ejemplo, la Conferenci­a de Yalta se hubieran sometido a la voluntad popular? ¿Cuántas decisiones geoestraté­gicas aún hoy ni siquiera trasciende­n a la esfera pública, pues quedan resguardad­as por cuestiones de seguridad nacional?

En cualquier caso, la democracia directa contempla mecanismos genuinos, útiles y efectivos para permitir que se expresen tendencias, preferenci­as, opiniones.

No son soluciones mágicas, ni reemplazan la buena política, la capacidad de persuadir a una sociedad, de lograr acuerdos básicos entre sus dirigentes. Pero no le echemos la culpa al mensajero.

O, en este caso, al sistema que permite que el mensaje se haga público y conmueva ideas o consensos que parecían sólidos, pero estaban cuestionad­os en su lógica y esencia.

La crisis que antes parecía limitada a países en desarrollo se ha expandido a todo el mundo

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DIBUJO: PABLO TEMES
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