Perfil (Domingo)

Crónica de una Medellín que dijo ‘No’

- AGUSTINA GRASSO

—Las FARC son una organizaci­ón armada que surgió en los años 60, producto de diferentes persecucio­nes políticas que tuvimos aquí en Colombia. Sin dudas, fue una organizaci­ón que fue mutando con la desaparici­ón del bloque socialista. Cambió hacia otras perspectiv­as, pero hoy sigue siendo una organizaci­ón armada polìtica, que tiene un ideario. que ha demostrado a lo largo de los años que tiene una organizaci­ón jerarquiza­da, que tienen mandos, Y que además, debo decir, que tienen un compromiso de paz, que son consciente­s de que hoy en el mundo actual los paradgimas han cambiado y que si no es dentro de la democracia, difícilmen­te se puede conseguir el objetivo del poder. Resocializ­ar, educar, cambiar. La tarea del entrevista­do de PERFIL es diferente de la de un político. Su labor consiste en dar un lugar en la sociedad a quienes hayan abandonado las armas.

—¿Cómo es el militante típico de las FARC? ¿Se parece al Che Guevara o es un político en un sentido más capitalist­a, más moderno?

—Yo atiendo a personas que han abandonado las armas. Entre ellos hay mayoritari­amente mandos medios. Si bien es muy difícil generaliza­r, debo decir que me he encontrado con antiguos ex combatient­es muy formados, muy preparados, pero también me he encontrado con gente que es analfabeta, víctima de una situación de pobreza, de violencia y exclusión, y de la falta de presencia activa del Estado y la sociedad.

—¿Cuáles eran esos niveles de analfabeti­smo entre los ex guerriller­os desmoviliz­ados?

—Hay que contextual­izar nuestro trabajo. La agencia tiene 13 años de historia, 13 años acompañand­o procesos Sigue en pág. 64 Medellín, la tierra de Pablo Escobar, es verde, muy verde. Una ciudad en medio de la selva. En cada esquina hay vegetación y casas de ladrillos. Hay pobreza en las calles; hay modernidad en los servicios, como el metroclabl­e que nada tiene que envidiarle a Berlín.

Cuando llegué a la ciudad, una semana antes del plebiscito que le dijo “No” al acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, pensé que me iba a encontrar con una fiesta, más allá de las cumbias que suenan por la noche y las parejas que bailan, sin importar si nadie más sigue el compás en todo el bar.

Creí que todos, o al menos bastantes, iban a aclamar la paz. Error. Dicen que quien hace realmente periodismo es aquel que se enfrenta a sus más grandes prejuicios.

En la calle, ya resonaba el “No”: que no pueden darles tanto poder a las FARC, después de lo que hicieron. Que son la tercera guerrilla más rica del mundo y que no puede ser que no vayan ni un día a la cárcel. Que el acuerdo es larguísimo y no queda claro. Que es una vergüenza ver “cómo todos los medios entrevista­n a un asesino”, por Timochenko. Otros, con menos filtro, hasta se animaban a confesar que “más que una cámara, deberían ponerle un tiro en la frente” .

onocido el resultado –el “No” obtuvo el 50,21% de votos frente al 49,78% del “Sí”– en El Poblado, uno de los barrios más acomodados de Mede- llín, se escuchaban bocinas de festejos y se veían caras de sorpresa.

“Ahora hay que ver cómo reaccionan las FARC con la gente en los montes”, llegó a decir un joven que no salía de su asombro y tristeza, casi que empezaba a entrar en pánico. Acuerdo. El tratado de paz desechado en Colombia no aplicaba una justicia plena, que tampoco llegará sin una derrota militar de la guerrilla. Pero ofrecía la posibilida­d de conocer la verdad y de avanzar en la pacificaci­ón del país.

Un taxista dijo que a él le resulta muy difícil perdonar. Que “al pueblo se le pide mucho. Los de las FARC mataron mucha gente”.

En el metrocable que va al barrio San Javier, uno de los más pobres de Medellín, un hombre opinó que prefiere a Pablo Escobar antes que a las FARC, porque “al menos les daba algo a los pobres. Era un asesino, pero también como un Robin Hood”. Frase que no dijo Netflix, sino un hombre de carne y hueso, mirándome a los ojos. “El quiso pagar la deuda externa y no lo dejaron. Ahora los de las FARC van a estar en el Congreso, después de matar miles de personas. Eso yo no lo quiero. Que no toquen a mi pueblo porque si no, saltamos”.

En Colombia, la política y la Justicia parecen no tener el mismo peso que en otros países de Latinoamér­ica. Acá la justicia por mano propia tiene un valor muy particular, que sólo sus ciudadanos parecen entender, al igual que el perdón. Después del no. Un día más tarde, las postales de Medellín parecían seguir con naturalida­d. En el parque Pies Descalzos, uno de los más famosos de Medellín, la regla es sacarse los zapatos “para conectarse con el planeta”.

En general, son los niños los que se descalzan y meten sus pequeños pies en una pileta con agua que les llega hasta las rodillas. Patalean y se salpican. Se ríen fuerte. Con paz.

En el Parque Lleras del Poblado, un hombre está de rodillas, sosteniénd­ole las piernas a una mujer que está sentada en un banco, muy coqueta y llamativa, como todas las paisas. En la misma plaza, en la que en 2001 un atentado de un coche bomba de una banda de sicarios mató a ocho personas, ahora tres hombres le cantan una serenata a esta pareja. A ellos no les importa que los músicos estén casi pegados, como rozándolos, mientras les cantan.

Ellos se besan sin parar, sin paz.

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AGUSTINA GRASSO
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DESPLIEGUE. Una ciudad de contraste. Invitacion­es a votar, que no fueron muy escuchadas por la gente.

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