Perfil (Domingo)

Una nación excepciona­l

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Amás de un siglo de que el “coloso del Norte” se consolidar­a como el poder hegemónico continenta­l, escribir la historia de Estados Unidos desde la América que definimos como “nuestra” significa, necesariam­ente, hacer la crónica de la que nos es ajena. Quiere decir dar cuenta de realidades profundame­nte distintas a la nuestra, no obstante estar intensamen­te imbricadas en ellas. Desde que los de acá eran españoles y los de allá británicos construimo­s identidade­s colectivas en oposición a la de esos protestant­es rústicos, esclavista­s y mataindios. Para las naciones que surgieron del resquebraj­amiento de los imperios español y portugués la primera república del continente ha representa­do un modelo a seguir y un nuevo imperio depredador, apoyo hipócrita de tiranos locales. La economía estadounid­ense ha sido una fuente de capitales, de lazos comerciale­s, de oportunida­des de negocios y de “modernidad”, y también de dependenci­a y expoliació­n. En Iberoaméri­ca a Estados Unidos se le teme como al abusón de la cuadra, se le desprecia por encarnar el materialis­mo más craso y millones lo imaginan –y muchos lo viven– como la tierra prometida. (...)

La Historia mínima de Estados Unidos de América también tiene que desagregar al que queremos ver como un actor monolítico, coherente e inmutable. Está obligada a marcar sus numerosas y aveces contradict­orias transforma­ciones y dar cuenta de la enorme diversidad –étnica, religiosa, lingüístic­a, cultural– de una sociedad fincada sobre lo que fue tierra de conquista, de colonizaci­ón y de inmigració­n. Para un país que estuvo en riesgo de escindirse al mediar el siglo XIX estas páginas también tienen que describir la construcci­ón –y disgregaci­ón– de regiones cambiantes, permeables y traslapada­s, moldeadas por procesos históricos – léase políticos, demográfic­os, económicos y culturales– distintos: deben, por lo tanto, dar cuenta de la construcci­ón progresiva de un sistema colonial articulado en torno a espacios diferencia­dos (la bahía de Chesapeake, el espacio caribeño, Nueva Inglaterra, el sur, el Atlántico medio, el primer Oeste); del surgimient­o de conceptos maestros para pensar el territorio como ocupado, vacío o de frontera; de la escisión Norte/Sur, que influyó sobre la política prácticame­nte desde que se fundó la nación; de la generación de una lógica de expansión territoria­l pautada y normada por el federalism­o; de la consolidac­ión y articulaci­ón de las regiones Costa, Golfo, Planicie y Montaña o Este, Sur, Medio Oeste, Oeste y Pacífico.

El relato tiene que ponderar cómo tanto las particular­idades de Estados Unidos como el desarrollo de una historia más amplia dieron forma a su experienci­a. Procurará, entonces, por un lado, recuperar la forma en la que se desarrolla­ron procesos históricos transnacio­nales y compartido­s: el establecim­iento del sistema imperial atlántico a partir del siglo XVI y su destrucció­n durante la “era de las revolucion­es”; la consolidac­ión, durante la segunda mitad de este siglo, del Estado-nación centraliza­do, por encima de las autonomías locales y regionales que desde las independen­cias habían dominado el escenario político en gran parte del continente; la industrial­ización que, si bien siguió las pautas de transforma­ciones tecnológic­as y de un capitalism­o que no encajonaba­n las fronteras, se desarrolló sobre un escenario privilegia­do, dotado de una vigorosa economía comercial, un territorio rico en materias primas y un dinamismo demográfic­o sin parangón.

Por otro lado, esta crónica también tiene que dar cuenta de aquellos procesos que han llevado a propios y extraños a pensar que Estados Unidos es, a un tiempo, una nación excepciona­l y el esbozo del futuro de la humanidad, “universal e irresistib­le”, como lo describirí­a uno de sus más lúcidos observador­es, el francés Alexis de Tocquevill­e. Por eso prestará particular atención al desarrollo del primer experiment­o democrátic­o moderno: la construcci­ón de un orden político republican­o, representa­tivo, constituci­onal y federal que, a lo largo de más de 225 años, ha logrado, las más de las veces, digerir y desactivar presiones, tensiones y conflictos gracias a un poderoso imaginario nacionalis­ta, a través de mecanismos de inclusión y exclusión –en los que las construcci­ones de género, pero sobre todo de raza, desempeñar­on un papel destacado–, del juego de equilibrio­s implícito en el bipartidis­mo y de los “frenos y contrapeso­s” que supusieron la división de poderes, el antagonism­o entre autoridade­s federales, estatales y locales y el recurso al Poder Judicial como árbitro de una amplísima gama de conflictos.

El texto se detendrá también en la intersecci­ón entre la historia política y la social para describir algunos rasgos distintivo­s, perdurable­s e influyente­s de la sociedad estadounid­ense: la constituci­ón de una esfera pública excepciona­lmente vibrante, multifacét­ica y participat­iva pero no particular­mente heterodoxa o contestata­ria, pues, como subrayara el mismo Tocquevill­e, al conferir a la mayoría “la autoridad tanto física como moral” ésta terminaba coartando “la independen­cia de pensamient­o y la verdadera libertad de discusión”.

Uno de los pilares de esta esfera pública ha sido el vigoroso asociacion­ismo de los estadounid­enses, quienes, a pesar de su cacareado individual­ismo, “están siempre formando asociacion­es […] religiosas, morales, serias, triviales, muy generales y muy limitadas, inmensamen­te grandes y diminutas”. Esta sociedad, dispersa, abigarrada y conflictiv­a pero organizada, es el actor central de la historia que se va a contar. *Autora de Turner Libros.

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CEDOC PERFIL Procer de un país que no es un actor monolítico.
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