Me gusta ese tajo
La hipótesis de Oscar Bony sobre el tajo de Lucio Fontana es, por lo menos, sorprendente. No la había escuchado sino hasta ver el documental Cerca de Bony de Andrés Denegri. Estaba intuida e indicada en la propia obra del artista misionero, ya que cuando Fontana tajeó el lienzo no sólo infligió un golpe estético. Trazó una grieta mucho más profunda que separó, de algún modo, la tradición de la pintura. Por lo pronto, permitió pensar la destrucción como gesto creativo y a Oscar Bony, en particular, seguir su estela en el arte y la fotografía. El tajo de Fontana deviene en los disparos de Bony sobre su propia imagen. Pero hay algo más. No basta ver, en ese mismo documental, que los disparos de Bony a su propia foto vidriada, con sus guantes amarillos y sus orejeras protectoras, van directo a su pensamiento sobre la obra del artista rosarino. Antes lo vemos tirando con una gomera a las palomas desde el balcón, “porque me cagan todo”, contando una potente anécdota de su infancia, su ejército de arañas que ganaron todas las peleas contra las arañas de los otros niños, hablando de política, de por qué no participó de Tucumán Arde, del arte como panfleto, del lugar y función del museo, de por qué el cierre del Di Tella estuvo mal hecho, de la violencia, del capitalismo, La familia obrera, su gran performance subversiva de 1968. Hasta que llega el momento, casi como una epifanía: Bony reinterpreta el corte vertical como la completa abstracción del paisaje, horizontal, plano, extendido de la llanura. Que, como los pintores viajeros que representaron ese paisaje de la Pampa, sólo lo pudo haber visto en sus idas y venidas de Buenos Aires a Rosario. Que eso no está en Europa: allí no hay un horizonte bajo ni esa inmensidad chata, libre, transitable sin accidente. El resto es cosa de girarlo. Ponerlo de manera vertical y desatar uno de los pensamientos más sugerentes sobre el arte argentino.