Perfil (Domingo)

Mejor cambio de canal

- MARIA SONIA CRISTOFF

Desayunaba, leía un capítulo, y después se iba a recorrer la ciudad. Esos eran canales, no los que le tocaban de cerca allá en Gaiman, donde nació. La comparació­n no es suya, sino de una novia. Hubo un tiempo en el que las tuvo, sí. “Qué increíbles estos canales”, dijo esa novia, cuando llegó a visitarlo al pueblo por primera vez, “me hacen acordar a Venecia”. Eran zanjas, no canales. Hendijas abiertas al río para darles de tomar agua a los caballos y a los corderos y a las gallinas, para regar las verduras. Pero a ella le parecían canales venecianos. Esa novia fue la última: él nunca podría amar a alguien que se arrojara a ese tipo de comparacio­nes. Antes se arrojaba él al río, allá donde nacían todas las zanjas.

Con eso amenazó a su madre cuando lo vio escaparse esa mañana al alba. Tenía todo estudiado para no tener que cruzarse con nadie, pero así son las madres. Basta de caballos y de corderos, le dijo, basta de amargarse en familia porque otra vez ese año no habían ganado el premio a los zapallitos más grandes. Basta de tomarse el trabajo de decepciona­r a las chicas que le traían de donde sea porque él había pasado los treinta y de formar familia, nada. Así las cosas en aquellos tiempos y en aquel lugar, hoy parece increíble, dice mientras saca un abanico nacarado y espanta un poco el calor.

Lo primero que hizo en cuanto llegó a Venecia fue comprarse el libro homónimo de Jan Morris. Un cónsul que había pasado unas horas por el pueblo se lo había recomendad­o. No tenía que perderse ese libro de James Morris, le había dicho, porque en aquel momento todavía no se había cambiado de sexo. Era James, correspons­al de The Guardian, o del Times, no se acuerda, no importa. Lo importante es que, a él, su libro le cambió la vida. Todavía pasaban esas cosas, sí.

Desayunaba temprano, entonces, y recorría la ciudad. No sólo seguía los pasos de Morris sino también sus actitudes. Llegaba al lugar que le indicaba el capítulo del día y además asumía su papel, era su doble. Después de todo, los dos tenían sangre galesa, su familia estaría orgullosa. En un mercado un poco como este en el que conversamo­s ahora pero no, en un mercado embriagant­e que estaba en la Strada Nuova, muy cerca de la estación, por ejemplo, se apoyó en una de las columnas y cerró los ojos. Se dejó inundar por lo circundant­e. El olor de las especias, el clamor de los vendedores ambulantes. A veces ladraba un perro y a veces chillaba una vieja. Apoyado en la columna, él dejaba que su imaginació­n volara y entonces se sumergía como en un torbellino: el Este se convertía en el Oeste, los cristianos eran musulmanes, los italianos eran árabes y de pronto estaba en un mercado de Oriente Medio. Llegaba a oír claramente el borboteo suave de una pipa de agua en el café vecino y, si entreabría los ojos y miraba hacia la Iglesia de los Santos Apóstoles, un poco más allá, jura que llegaba a ver en el campanario al muecín preparándo­se para convocar a la plegaria.

En Venecia empieza el Oriente, concluía Jan, entonces James, e inmediatam­ente agregaba que cuando Marco Polo volvió de sus viajes se fue directo a su casa, que quedaba cerca del Rialto, y llamó a la puerta. Nadie lo reconoció después de veinte años de ausencia y, sobre todo, nadie le creyó los disparates que contaba acerca del esplendor chino, todos llenos de superlativ­os. Il Milione, el de las mil mentiras, lo llamaron. Adivinando reacciones similares es que él nunca se molestó en volver allá, al pueblo de las zanjas.

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MARTA TOLEDO

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