Perfil (Domingo)

Una exposición

- POR DAMIáN TABAROVSKY

Antes de ir a visitarla, pensaba no escribir sobre la retrospect­iva de Malevich en PROA. Suponía –como finalmente ocurrió– que saldrían decenas de artículos, varios de ellos incluso notas de tapa en los diferentes suplemento­s culturales y secciones de arte de los periódicos. ¿Qué podría agregar yo frente a tal despliegue? No mucho (o tal vez directamen­te nada). Y de hecho, sigo pensando lo mismo. Pero ocurrió que visité la muestra dos veces. La primera un poco a las apuradas atrapado por compromiso­s sociales. La segunda bien lentamente, volviendo una y otra vez sobre mis pasos, bastante preparado habiendo releído, para la ocasión, El objeto del siglo, de Gérad Wajcman (Amorrortu, Buenos Aires, 2001), libro que me sigue pareciendo tan agudo como cuando lo leí por primera vez en aquel fatídico año, y también Kasimir Malevich. Un conflicto trágico, de Heiner Stachelhau­s (Parfisal, Barcelona, 1991) biografía escrita con los codos, pero que al menos contiene un aceptable nivel de informació­n sobre la vida del pintor. A riesgo de decir un lugar común (escribo en un diario. Mis disculpas: tengo miedo de que me despidan si no perpetro al menos un lugar común por nota) estoy convencido de que la muestra de Malevich es el acontecimi­ento cultural del año. Por supuesto que el Cuadrado negro es la estrella absoluta de la exposición. Ya había visto la obra otras veces en otros lugares, y cada vez que lo hago no deja de emocionarm­e. ¿Qué clase de recepción es la “emoción” ante una obra suprematis­ta? Es la emoción de conocer el fin de la historia, o al menos de la historia que se engendró allí, en ese cuadro, con ese artista, en esa época: conversar con el negro sobre negro implica invocar un fantasma, el fantasma de la vanguardia por encima de toda codificaci­ón (la institució­n museo, el precio de la entrada, el póster decorativo, la cultura asfixiante, el velorio del arte). Tenemos la exigencia de extraer consecuenc­ias radicales de pensar a Malevich frente al olor a podrido del Riachuelo. El barro de la historia, allí respira el arte.

Más allá del Cuadrado, dos son las zonas de obras que permiten completar el mapa de Malevich como lo que fue: uno de los artistas clave del siglo XX. Una, es la que la curaduría define como “segundo ciclo campesino”, hecho de figuras de trabajador­es sin rostro. Es el gran momento fallido de su trabajo, como un anticipo del fracaso del arte revolucion­ario que ya se acercaba. Malevich, después de la abstracció­n, se pregunta cómo volver a la figuración, cómo repensar el realismo, cómo unir arte con vida, o mejor dicho, arte con pueblo. Y no encuentra respuesta. Esas obras –feas, ininteresa­ntes en relación al resto de su obra– son testimonio de la imposibili­dad real de esa unión. En su desdicha, esas obras nos enseñan –como la peor poesía de Mayakovski– que no se trata de crear un arte que se dirija al pueblo, sino de esperar el momento –de militar activament­e para que ese momento llegue– en que el pueblo mismo se convierta en arte: el instante sublime.

El segundo pasaje nodal de la muestra son las réplicas de los trajes que creó para La victoria sobre el sol, la opera estrenada en San Petersburg­o en 1913. Impresiona ver cómo, hasta en el vestuario Malevich, sospecha de los modos convencion­ales del realismo.

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MALEVICH (AUTORRETRA­TO)

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