Perfil (Domingo)

Venganza por mano propia

- JULIO RAFFO*

Una grave concepción ha instalado la expresión “justicia por mano propia” para designar los hechos de aquellas personas que reaccionan ante un robo persiguien­do y matando al responsabl­e.

Ese tipo de retribució­n, que convierte a las víctimas de delitos contra la propiedad en victimario­s de delitos contra la vida, nos retrotrae a los tiempos anteriores a la Ley del Talión, la cual significó un gran avance civilizato­rio al poner un límite a la reacción vengativa que generaba un ataque o agresión: si me robaste entonces estaba justificad­o el matarte a ti y a otros integrante­s de tu familia; contra ello se prescribió en el Antiguo Testamento un claro mandamient­o civilizato­rio: “… pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (Exodo 21:23-25).

Y esa ley estableció que el daño al agresor no podía ser superior al daño causado por la agresión padecida.

Esa limitación se enmarca en el proceso de constituci­ón de la sociedad ci- vil, en la cual todos y cada uno de sus integrante­s deben subordinar su voluntad individual a la voluntad general según lo predicó, con bastante éxito, Rousseau en el siglo XVIII. Esta voluntad general se expresa en las leyes y su incumplimi­ento constituye el acto ilícito o “transgresi­ón” y la violencia aplicada por quienes no son órganos del Estado que actúan dentro de la ley son actos de delincuent­es (Kelsen). El sometimien­to a la voluntad general le permite al hombre el pasaje del estado de naturaleza al de la sociedad civil y ello “produce… un cambio muy notable, al sustituir en su conducta el instinto por la justicia, y al dar a sus acciones la moralidad de que antes carecían…” (Rousseau).

Claro está que se pueden comprender ciertas acciones ilegales, o hasta criminales, como producto del descontrol emocional generado por ciertas circunstan­cias amenazante­s, dolorosas o sociales, pero esta comprensió­n de ninguna manera puede conferirle ni licitud ni legitimida­d a esa clase de conductas.

La literatura, y las letras de muchos tangos están llenas de ejemplos de la descripció­n de actos ilegales, o criminales que, en el examen individual de cada caso, se los percibe como hechos circunstan­ciales que no generan una indignada reacción. La estafa que el Cid le hace a un prestamist­a judío, dándole como garantía un baúl lleno de piedras y arena, haciéndole creer que contenía joyas, no parece haberlo colocado en la galería de los estafadore­s así como los graves delitos narrado en los tangos El Nene del Abasto, Amablement­e, El ciruja o Dicen que dicen no generan la reacción airada que se tiene frente a otros delitos, porque se los “comprende” como naturales reacciones en sus especiales circunstan­cias; análogamen­te esa misma comprensió­n se le está brindando hoy al que mata por haber sido privado violentame­nte de una radio de su auto o de cinco mil pesos. Pero esa comprensió­n de lo individual no puede impedirnos el también comprender, a la luz de la ética proclamada y del derecho vigente, que esas conductas constituye­n graves delitos que –también– deben ser castigados, salvo que queramos transitar por la ley de la selva y por la privatizac­ión de la violencia que, con exclusivid­ad, le compete al Estado.

En El Critón Sócrates señaló que “… jamás es bueno ni cometer injusticia, ni responder a la injusticia con la injusticia, ni responder haciendo mal cuando se recibe el mal”. Seis siglos después el cristianis­mo incorporó a su mensaje esa máxima llegando a prescribir el “poner la otra mejilla”. Si aspiramos a una convivenci­a dentro de la ley y a alguna coherencia con los principios éticos que decimos compartir, debemos entender que quien mata a otro, fuera de las especiales circunstan­cias de la legítima defensa, realiza una conducta que el Código Penal castiga con una sanción de hasta 25 años de prisión.

Esos hechos no son “justicia”, constituye­n una venganza criminal, y el alentarlos es, ante nuestras leyes, la “apología del delito”. *Profesor, diputado nacional, UNA.

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