Bares notables
siguiendo la serie de crónicas por pueblos del interior que inicié la semana anterior, las aventuras de un porteño en San Antonio de Areco merecerían una columna. El pueblo es uno de los pocos que conserva un verdadero casco histórico. Los tres bares típicos –El Tokio, La Esquina de Merti y el Bar Mitre–, cada uno en una esquina de la plaza principal, y otros tantos con formato de pulpería de época ubicados en calles aledañas, son pintorescos y rivalizan con las mejores recreaciones del barrio de San Telmo –El Federal– o de Almagro –Lo de Roberto, por ejemplo–. Recientemente Areco cumplió 286 años, y ahí estuve, en una plaza colmada de gente y puestos de artesanías. No por curiosidad festiva, sino porque en un escenario había músicos invitados, entre los cuales estaba la orquesta de cuerdas en la que toca el cello mi mujer. El día era súbitamente soleado en medio de esta primavera con lastres otoñales.
Nuestra perrita Guri, una Schnauzer veterana y acostumbrada a la independencia, el autopaseo, el coqueteo con extraños, el vandalismo y los viajes en auto, estuvo conmigo entre el público. Aunque ya al llegar, embriagada por los olores, se dio a la fuga durante un buen rato para acopiar restos de comida entre la multitud. Si bien en la plaza principal había decenas de perros autoconvocados –candidatos a conquistar el pequeño corazón del turista–, Guri era la única perra enana. De modo que pese a todo mi esfuerzo y desesperación, me resultó imposible encontrarla hasta que decidió volver, con el estómago lleno y el escobillón de los bigotes cargado de migas, al mismo lugar en el que me había dejado poco antes de que la orquesta Trapem comenzara a tocar.
Poco más tarde, después de que tocara la orquesta y actuara Teresa Parodi, que pese a su paso por esa picadora de carne que es la función pública tuvo en el escenario una presencia imponente y cantó durante dos horas con su guitarra bajo el sol, abandoné mi mochila –todo mi equipaje– en el medio de una vereda. Como un personaje de João Gilberto Noll, el vértigo del viaje indujo un momento de amnesia absoluta. Según la versión de mi mujer, apoyé la mochila de pronto en el suelo antes de subir al auto. Nunca más volví a reparar en la mochila, hasta que una señora bañada en una sonrisa benefactora, media hora después, utilizó los datos que encontró en mi iPad y me llamó para que pasara a buscarla por su casa.
El encuentro con esa señora selló una impresión que había tenido durante sucesivas visitas a San Antonio de Areco, en distintas épocas. Terminé de identificar en ella un patrón expresivo, un tipo de sonrisa presente en casi todos los habitantes. No se trataba de esa sonrisa amable que en los pueblos turísticos suele impostárseles a los visitantes, sino de una sonrisa que colonizaba las facciones y se extendía a los ojos. Esa expresión de inmediato apareció replicada en todos los habitantes, como si de alguna manera fueran miembros de una tribu y compartieran ancestros. Así como entre los vikingos los ojos claros y el pelo rubio eran un patrón genético, se podría decir que en los oriundos de Areco la sonrisa a flor de piel es una característica. Sólo en islas paradisíacas es posible ese grado de amabilidad lindante con una turbación enamoradiza. También en los pueblos de la India, donde la aparición de un occidental es la versión obscena de un milagro.