Perfil (Domingo)

Demasiado y demasiado poco

- POR QUINTíN

El Premio Nobel a Bob Dylan está mal. Dylan no es un gran escritor. Para comprobarl­o está la ilegible novela Tarántula y la prosa rutinaria de Crónicas, su entretenid­a colección de memorias. Dylan también actuó, dirigió películas, pintó, esculpió y tal vez sea buen cocinero, pero a nadie se le ocurrió darle premios en esos rubros. La Academia Sueca sostiene que la literatura no tiene sólo formato de libro, y es cierto que los temas de Dylan, de Alfredo Le Pera o de Jacques Brel tienen conexión con lo literario, pero también la tienen los chistes verdes, los tuits y la composició­n de crucigrama­s.

La literatura resuena de muchos modos en la obra de Dylan. De manera obvia en pasajes como “nuestra relación fue como la de Verlaine y Rimbaud”, o más sutil en el eco de Esperando a Godot que Alvaro Bisama descubre en All Along the Watchtower. Pero las letras de Dylan se componen de versos como With your silhouette when the sunlight dims/ into your eyes where the monlight swims o Einstein, disguised as Robin Hood/ with his memories in a trunk/ passed away an hour ago/ with his friend, a jelous monk. Ambos ejemplos, dudosos como poesía (y de ningún modo los peores), inseparabl­es de la música y la voz, correspond­en a dos canciones extraordin­arias, Sad Eyed Lady of the Lowlands y Desolation Row. Soy un fan de Dylan, pero el Nobel no tiene nada que ver. Es a la vez demasiado y demasiado poco. Si quieren, se lo pueden dar a Leonard Cohen, un letrista de voz monocorde cuya obra musical es irrelevant­e y les gusta a los escritores.

Dylan no necesita el Nobel y su negativa a contestarl­es el teléfono a los suecos (al menos, hasta que escribo estas líneas) es coherente con otros episodios de su carrera. Por ejemplo, el fastidio que sintió en 1970 cuando fue a recibir una distinción en Princeton del que habla la canción Day of the Locusts. Lo que más le molestó ese día fue que lo homenajear­an por ser “la auténtica expresión de la conciencia inquieta y militante de la América joven”. Hacía años que le había pegado un gigantesco portazo al folk de protesta y se había hecho rockero y eléctrico gritando Maggie’s Farm en el reducto progresist­a de Newport. Después cantaría las canciones de amor más tiernas, poderosas y desgarrado­ras jamás compuestas (por favor, vuelvan a escuchar los discos Nashville Skyline, New Morning, Planet Waves, Blood on the Tracks), se convertirí­a en cristiano renacido, católico, otra vez en judío o en ateo, daría diez mil conciertos, grabaría los viejos temas que lo formaron como artista y hasta dos álbumes con standards del repertorio de Frank Sinatra, a los que declara más actuales e indestruct­ibles que los que él mismo compuso. Dylan se considera un músico dentro de una tradición y para entenderlo es bueno leer el discurso de aceptación del premio que recibió en 2015 durante los Grammy, donde sí se sintió cómodo. Cuando los académicos que no le dieron el premio a Joyce ni a Proust ni a Borges se atreven a llamarlo arrogante y maleducado, no entienden que Dylan se resistió siempre a ser definido por otros, a trabajar en las distintas granjas de Maggie de la cultura. Son ellos los arrogantes, porque suponen que Dylan tiene que rendirle pleitesía a una maniobra populista y publicitar­ia que llega cincuenta años tarde.

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BOB DYLAN

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