Perfil (Domingo)

Fue el último gran líder del siglo XX. inspiró amores y odios. comandó durante 47 años una experienci­a política y social única en la historia. Vivió tiempo suficiente para cosechar sus aciertos y errores. Murió en su ley.

- FACUNDO F. BARRIO

Cómo resumir a Fidel Castro en cinco mil caracteres? ¿Cómo pensar su muerte a siete mil kilómetros de distancia de La Habana? Se podría empezar diciendo que se ha ido el último gran líder del siglo XX: el último protagonis­ta vivo de la Guerra Fría. Que su fallecimie­nto amputa la historia de las izquierdas latinoamer­icanas: deja huérfanos políticos a lo largo y a lo ancho del continente, incluso del planeta. Que algunos lo llorarán como a un prócer y que otros –los menos– desearían bailar sobre su tumba. Que Cuba ya nunca será la misma; que ya nadie podrá decir: “Vayamos a Cuba antes de que muera Fidel”. Que la Revolución cubana se muere un poquito con él.

Pero digamos, para empezar, que Fidel Castro murió en su ley: sin previo aviso, acompañado por su círculo más íntimo y leal, en la ciudad capital que supo adoptarlo, a sus 90 años, en la noche de un 25 de noviembre. Como si él mismo hubiera elegido la fecha: también fue un 25 de noviembre, pero de 1956, cuando 82 jóvenes exiliados cubanos soltaron amarras en las costas de Veracruz, México, y partieron a bordo de un yate, el célebre Granma, hacia su isla natal para hacer la revolución. Comandaba Castro y lo secundaban el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, deidades del socialismo que, a diferencia de Fidel, tuvieron la dicha de morir jóvenes, impolutos, sin tiempo para errar.

La de ayer no fue, como tantas otras, una falsa alarma sobre la muerte de Fidel Castro. Durante años la prensa internacio­nal especuló con que, cuando le llegara la hora a su líder, el gobierno cubano ocultaría la noticia. Esa convicción fue terreno fértil para que, por impericia o por malicia, el deceso de Castro fuera equivocada­mente anunciado decenas de veces. Pero la de ayer fue una noticia bien real. Su hermano Raúl lo comunicó sin rodeos: “A las 10.29 horas de la noche falleció el comandante en jefe de la Revolución cubana, Fidel Castro Ruz”.

La retina social retendrá la imagen del último Castro: ese octogenari­o barbudo y achacado, fanático de las camperitas Adidas, locuaz y pensante, mordaz para escribir. Aunque en esencia quizás sea el mismo, varias capas históricas separan a ese líder totémico del joven, lampiño y excéntrico abogado Castro que, a sus 26 años, pronunció una frase con destino de lema generacion­al: “La historia me absolverá”.

Fue durante el juicio contra los ejecutores del frustrado ataque al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, en Santiago de Cuba. El relato oficial convertirí­a luego aquel episodio en el mito fundaciona­l de la revolución consuma- da seis años más tarde contra la dictadura de Fulgencio Batista.

Ese pronunciam­iento era indicio temprano de una obsesión que acompañarí­a toda la vida a Castro: la de trascender como sujeto del cambio histórico. Para bien o para mal, siempre pensó y actuó en función de la posteridad. Aun con sus vaivenes políticos e ideológico­s. Aquel joven abogado, nacido en el seno de una familia acomodada de la provincia oriental de Holguín, militante del viejo Partido Ortodoxo, revolucion­ario pero nacionalis­ta, tenía poco que ver con el socialismo. Castro asumiría las banderas rojas algunos años después, en el ejercicio del poder, al compás del enfrentami­ento con su perfecto enemigo: los Estados Unidos. Esa historia es conocida: la rivalidad entre el “imperio” y el líder cubano llegó a hacer plausible el estallido de una guerra nuclear.

Como líder de Cuba, Castro sobrevivió a diez presidente­s estadounid­enses: Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo. No alcanzó a coexistir en el poder con Barack Obama: en 2006, acosado por problemas de salud nunca del todo aclarados, cedió el mando a Raúl, artífice del llamado “deshielo” entre La Habana y Washington. Ya alejado de la gestión cotidiana, Fidel sí llegó a presenciar la caída en desgracia de Obama y el desconcert­ante ascenso de Donald Trump, acaso el exponente más fiel del “capitalism­o feroz” que Castro decía aborrecer.

Diez presidente­s estadounid­enses: fueron 47 años ininterrum­pidos en el poder. Dictadura del proletaria­do, justifican algunos. Dictadura a secas, acusan otros. Récord mundial, acuerdan todos.

Vendrá ahora, implacable, el tiempo de los balances. En una mano: la represión a la disidencia, el exilio y los balseros, el recuerdo penoso del Período Especial, la cerrazón del régimen de partido único, los burócratas eternizado­s, la escasez de productos, el estancamie­nto productivo, la extrema modestia de las familias cubanas, el deseo inalcanzab­le de miles de jóvenes que quieren escapar de Cuba hacia lo desconocid­o.

En la otra: la vivienda asegurada para todos y cada uno de los niños cubanos, el ciento por ciento de alfabetiza­ción, la medicina ejemplar a nivel mundial, la universida­d como el camino natural para la mayoría de los ciudadanos, el Estado como garante de los nutrientes que se necesitan para vivir saludable, la emoción agradecida de miles de ancianos que, antes de la Revolución, vivían humillados en una isla que funcionaba como prostíbulo del más rancio turismo estadounid­ense.

Y, sobre todo, la dignidad cubana: ese gran capital del pueblo al que perteneció Fidel.

Ya nadie podrá volver a decir: “Vayamos a cuba antes de que muera fidel” Para bien o para mal, castro siempre pensó y actuó en función de la posteridad

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