Actividades prácticas
Toda biografía tiene un primer punto de inflexión pragmático. En un momento de mi vida no sólo se volvió relevante tener herramientas, sino también aprender a usarlas y zambullirme en la salvaje naturaleza del “hágalo usted mismo”. Esto fue equivalente a volverme una pequeña deidad doméstica capaz de desarmar una biblioteca, arreglar el depósito de un inodoro o instalar tomas y puntos, en el doble o triple de tiempo que un profesional. En esas actividades prácticas del hogar, opuestas a la aventura del viaje que en teoría se pregona desde esta columna, el surtido de herramientas está a la orden del día, y uno obtiene una autonomía parecida a la que se gana en el acto de escribir. Antes de este punto de inflexión, observaba con cierta irritación los megasupermercados de herramientas que, por ejemplo, crecen en las rutas del Midwest norteamericano. Sospecho que en las últimas décadas hubo un cambio de paradigma audiovisual: el mejor compañero del hombre en la intemperie ya no es el caballo –como en el western–, ni la moto –como en las roadmovies–, sino la herramienta. La herramienta que desata una ilusión infinita de supervivencia y que aparece camuflada en un nuevo tipo de héroe –estático, ensimismado– como portadora ancestral de sabiduría. Durante décadas, fuera del cine, estos megasupermercados le permitieron al hombre llenar garajes de juguetes pesados, volverse mano de obra ad honórem, ser amo y esclavo a la vez, desempeñarse los fines de semana como némesis del ama de casa, y en mayor o menor medida conquistar la libertad del fracaso.
En algunas vidas existe un segundo punto de inflexión pragmático. De pronto se vuelve acuciante tener un vehículo con espacio, es decir, un flete propio. Un portaequipaje en el techo y asientos rebatibles resultan auxiliadores a la hora cargar cajas y desplegar la manía de acopiar y mudarse. Observo los vehículos utilitarios con fascinación, como si fueran potenciales fletes de uso indiscriminado, capaces de contener camas, sillones, heladeras, lavarropas, parrillas. Es sorprendente el espacio que cobija el interior de estos vehículos. Incluso hay Trafics o Ducatos que se adaptan a hogares de un ambiente, casas de muñecas en movimiento que muchos turistas de paseo por Europa alquilan ya equipadas para ir de ciudad en ciudad sin pagar alojamiento.
Aunque parezca imposible, herramienta y aventura convergen más allá de los percances mecánicos de ruta. A partir de una experiencia reciente ese colmo de la manualidad encarnado en el “hágalo usted mismo” comenzó a cobrar sentido e instalarse como horizonte de salvación. De viaje, pocos meses atrás, en un campo conocí a un lobo estepario que, harto de vivir en el centro de Buenos Aires, tenía en un granero un colectivo. Vivía ahí mientras adaptaba el interior del vehículo: baño con ducha, biblioteca, cañón de cine, cocina, cama de dos plazas, lugar para heladera. Todo lo hacía con sus propias manos y, además de contar con tiempo de sobra, había conseguido que una marca le donara cantidad de herramientas eléctricas e industriales para que nada, en el interior de su futuro hogar ambulante, quedara librado al azar. Por supuesto, como contrapartida, él se había comprometido a documentar todo el reciclaje del colectivo y subir cada episodio a un blog. Un blog que para futuros visitantes interestelares ávidos de chatarra tal vez sea resto arqueológico de nuestra civilización.