A prueba del azar
Mi primera llegada a Seúl, después de un día y medio de vuelo, no pudo haber sido más fantasmal. Había caído la noche. En el aeropuerto me esperaban olores sintéticos, materiales sin origen, aleaciones del futuro. En el aire, perfumes de otro mundo coronando la idiosincrasia de habitantes sumidos en el frío de un consumo estandarizado. Formalidad sofisticada en la manera de vestirse y esquivar miradas directas. Rituales de elegancia para exhibir un status, ser un ejemplar de esa casta admirada que en Oriente designa la máscara del éxito y la prosperidad.
En el trayecto de Incheon a Seúl, la gran ciudad me pareció un cementerio de la civilización contemporánea vista desde el futuro: autopistas monumentales vacías, ciudades satélite unidas por complejos industriales, cru- ces iluminadas en los techos de casas chatas, como si la urbe en la noche se invirtiera y por fuera del consumo dejara ver su propia historia. Hasta ese momento, nunca había sospechado que la conversión al catolicismo de los coreanos fuera tan masiva. Deduje que una conversión de esas características debía haber sido consecuencia de la “guerra fratricida”, como suelen llamar los escritores coreanos al conflicto que dividió las dos coreas en la década del cincuenta. Cada cruz en un techo, me dije, recordando a un ser querido que no volvió de la batalla y sigue rehén de la historia.
Después de un rato observando a través de la ventanilla, pensé que todo aquello era un paisaje in- terior y que cuando amaneciera Seúl sería distinta. Todo eso que tomó forma bajo la mirada ominisciente y casi paranoica de un extranjero con el peor de los jets lags, se replicó infinitas veces en cada rincón de la ciudad. Pasados los días de jet lag, la ciudad tomó el aire familiar y anónimo de esas grandes urbes asiáticas sin intersticios, ciudades verticales, programadas para que el consumo fluya por todas sus arterias. En esa constelación de rascacielos e hipertecnología se perfilaba una identidad globalizada que se fusionaba con el peso de la tradición y el sello patriarcal de la sociedad. El resultado era una idiosincrasia tan desconocida como los materiales futuristas del aeropuerto de Incheon o cualquier edificio de metal y vidrio enclavado junto a ese río, el Han, que algunos occidentales reconocen porque entre los puentes que unen las dos orillas transcurre The host, esa obra maestra de Bong Joon-ho –referente del nuevo cine co- reano.
Pasado un mes, sucedió lo predecible: el paisaje urbano me resultó común. Empecé a transitar Seúl como un habitante más. Escuchaba hablar una lengua intensa y tenía la sensación de que no entendía simplemente porque no prestaba atención. Nada impensado podía suceder en una ciudad donde todo estaba pautado y donde no existían imponderables que alteraran el itinerario del metro o del colectivo. Toda la infraestructura estaba pensada a prueba del azar. Sólo la soledad del individuo y su alienación parecía fuera de cálculo.