La violencia, el pretendido mal
Mientras la mayoría de las noticias acerca de Pablo Katchadjian consigna los vaivenes del injusto proceso judicial que sufre a causa de sus convicciones literarias, el autor continúa produciendo una obra marcada por la vocación experimental.
En El caballo y el gaucho reúne una extensa colección de textos escritos entre 2009 y 2015, de alrededor de una página y media de extensión, aunque los hay más largos y de apenas unas líneas. La mayoría son relatos breves, muchos con un elemento fantástico, aunque hay también ensayos y leyendas tomadas de distintas tradiciones, episodios históricos y prosas poéticas. El intento de clasificación, no obstante, dejaría de lado lo central: la suya es una escritura que busca superar la distinción entre los géneros. Por lo general, Katchadjian comienza a partir de una situa- ción típicamente narrativa –que puede estar situada en el país de los cuentos de hadas, en un pasado histórico indefinido o un entorno vagamente cotidiano – y deriva hacia un remate conceptual o una afirmación de tono existencial, a veces poética. Ficcionalmente, lo que ocurre es siempre excesivo y apenas se recorta sobre un fondo potencial absoluto, el del lenguaje, o lo narrable: el relato funciona como fragmento en tanto señala la tensión entre lo finito –narrado– y lo infinito –narrable–. El espacio inestable lo es por partida doble: por una parte, la indeterminación de lo potencialmente narrativo y sus cadenas de remisiones, por otra, la inconsistencia fundamental que lo pone en crisis a través de lo inesperado, que irrumpe en una línea, violentamente.
En todo caso, leer El caballo y el gaucho como una colección de historias sería un error, cuando el peso de lo conceptual –que convive e incluso colisiona con la “na- rrativa”– es central. Si bien la escritura de Katchadjian es propia y original, en El caballo y el gaucho lo fantástico y la proliferación de las ficciones por momentos remite a la concepción de César Aira del “continuo narrativo”. Otro eco que resuena, menos evidente, es el de los textos breves de Rodolfo Wilcock, por la concisión y el humor subyacente, aunque sin la ironía corrosiva. Por el contrario, la obra respira cierta perplejidad y bonhomía que remiten a Felisberto Hernández.
Más allá de guías de lectura, Katchadjian expone con claridad su proyecto literario: “Como no podemos ignorar el fondo irracional que gobierna nuestros actos y buena parte de nuestro pensamiento, la idea es tratar de incluirlo en algún proceso más o menos controlado, ya que desconocerlo puede generar desastres […] Tratar de entender el caballo que nos lleva en lugar de hacer de cuenta que no hay ningún caballo”. La literatura –el arte en general– sería el medio de abordar este fondo mítico común. “Esa es la literatura comprometida y la que me interesa: la literatura comprometida con la visibilización del caballo”. Esta dimensión pulsional, que es también política en el sentido más general –qué se puede/debe escribir y qué no, cómo justificamos quién obedece y quién manda, quién mata a quién, o cómo seguimos adelante sin una justificación–, es una constante y sitúa los relatos más allá de la mera fantasía creativa o fabulación “inocente”.
Por el contrario, la violencia recorre todo el libro, y la inventiva, la originalidad, aparecen como recurso para entenderse con lo
Leer El caballo y el gaucho como una colección de historias sería un error, cuando el peso de lo conceptual es central
arbitrario y el sinsentido. Con un resultado desparejo –es muy poco probable que al autor le preocupe la calidad en el sentido convencional de obra “bien hecha” o “acabada”– y lejos de una búsqueda –por el contrario, apuesta al hallazgo y la ocurrencia permanentemente–, El caballo y el gaucho ofrece un balance altamente positivo: la mayoría de los textos son buenos, algunos son muy buenos, otros tantos excelentes y los decididamente fallidos son muy pocos.