Hoy: ‘Misima. Biografía’, de John Natham
“Quiero sentarme en unos muebles rococó, vestido con unos Levi’s y una camisa hawaiana: ese estilo de vida es mi ideal”. ¿Quién lo dijo? ¿Flavio Mendoza en una producción de Caras? No: lo dijo Kimitake Hiraota, más conocido por su mote de Yukio Mishima (1945-1970), mientras le daba letra a su arquitecto para que construyera, en Tokio, una casa antijaponesa alrededor de él. Mishima es un escritor estrella y un tembladeral en todos sus niveles, y no alcanza a dar con la representación que pueda saciar su inquietud interior, que es sexual, afectiva, artística, sexual, metafísica y sexual.
Desprendimiento ezquizofrénico del Japón imperial (su abuela paterna, loca como un plumero, unió su sangre dorada a la de un cazafortunas) y de los escarmientos más sádicos en la historia de la humanidad llamados Hiroshima y Nagasaki, Mishima creció en el encierro, los castigos al voleo, las mudanzas, la debilidad física y los pensamientos negros. De toda esta variedad, el factor común era el poder de las mujeres. Su abuela
Escribió cuarenta novelas, dieciocho obras de teatro, veinte libros de relatos y al menos veinte de ensayos.
paterna y su madre se disputaron su propiedad. Se impuso su abuela, apañada por el padre de Mishima, que lo obligó a estudiar Derecho pero terminó aceptando la deshonra de que se convirtiera en novelista a cambio de exigirle que fuera el mejor.
Los años convierten a Mishima en una unidad atomizada. Escribe novelas literarias y basuras por encargo, adscribe a la doctrina del romanticismo japonés a la que luego renuncia, levanta pesas, boxea y nada, se casa (con Kawabata como maestro de ceremonia) y busca cuerpos de muchachos, se deprime y se hace millonario, viaja y se encierra. Cam- bia de mujeres (muere su abuela y la reemplaza por su madre) y comienza a amasar la materia única de su obsesión con dos ingredientes tan letales como un cóctel de sandía y vino: belleza y muerte. Su necroformalismo tuvo su escena inolvidable cuando en 1970 cometió seppuku después de haber secuestrado al comandante Masuda en el Ministerio de Defensa e intentar hablar ante los 800 cadetes reunidos frente al edificio. “No me escuchan”, dijo Mishima. En realidad se burlaban de sus peticiones de regreso al honor (y al abandono del servilismo japonés frente a Estados Unidos, el país fabricante de bombas atómicas y camisas hawaianas), sostenidas junto a otros descerebrados bajo el nombre de Sociedad del Escudo.
Los detalles del seppuku es mejor ocultarlos (una sola cosa: fue arduo). Lo cierto es que si bien el desenlace – al que Mishima llegó como si hiciera cima en su obra– no estuvo dado de antemano, sí lo estuvo la intención de reunir el fondo con la forma en un cierto escenario. Ya lo había dicho: “La decisión de morir es ennoblecedora”. Y una vez que Mishima encontró un guión psíquico acorde al tamaño de su figura, lo ejecuto a la perfección actuando –si se permite la mezcla– con desesperación y frialdad.