Muerte súbita
El 27 de diciembre de 1950, Max Beckmann no pudo llegar a la inauguración de su muestra en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York: en la esquina de la calle 61 y Central Park cayó muerto. La larga escalinata del Met y el corazón débil del pintor, que había nacido en Leipzig en 1884 y había servido como médico en la Primera Guerra Mundial, impidieron que viera cómo su obra Hombre cayendo al vacío había quedado colgada. Esta era una de las 14 que pintó mientas estuvo en esa ciudad, entre 1948 y su muerte. Lo que pasó es que Beckmann sufrió mucho. La crisis nerviosa que lo sacó de la Primera Guerra, donde se desempeñaba como médico, la persecución de los nazis, tanto a su persona como a su obra, que formó parte de la lista de arte degenerado y el exilio a los Estados Unidos formaron parte de su derrotero. Casi un lugar común de muchos artistas e intelectuales de comienzos del siglo pasado. Esa explicación biográfica tiene su contraparte artística: ese coloso de pies gigantes, que está en su pintura, despeñándose de los edificios de una civilización en llamas, es análogo a la concepción que tuvo del mundo, malvado y cruel, al que se negó a idealizar y menos a embellecer. Al contrario, su busca figurativa y expresiva –formó parte del grupo conocido como la Berliner Secession, agrupación que reaccionó contra el conservadurismo de la Asociación de Artistas de Berlín– combinó las formas de la naturaleza, que aprendía de memoria ya que nunca pintaba al aire libre, con el trazo negro que parece tachar y reforzar que nada de lo humano le es ajeno pero tampoco agradable.