Perfil (Domingo)

Visitas a escritores

- POR DAMIáN TABAROVSKY

Debería hacerse una historia de la forma en que los escritores se dan citas con otros escritores, o tal vez con lectores o escritores jóvenes que desean conocerlos. Me viene a la memoria ahora una anécdota atribuida a Joaquín Edwards Bello. En su casa, solo, vestido con su robe de chambre de seda, detestaba las visitas. Cierta vez, imprevista­mente, golpearon a la puerta y del otro lado se oyó “¿Señor Edwards Bello?”. El escritor contestó: “Depende quién sea usted”. “Soy un admirador de su obra, quisiera entregarle un poemario de mi autoría”, respondió el intruso. “Lamentable­mente hoy no me toca ser Edwards Bello”, contestó el dueño de casa, antes de volver a su sillón, sin más. De Silvina Ocampo también creo recordar un chisme similar (¿dónde lo escuché? ¿De boca de Juan José Hernández y Ernesto Schoo, en Las dependenci­as, el documental de Lucrecia Martel? Ya no recuerdo). Parece que Ocampo más de una vez hizo pasar a sus invitados a una habitación en la que ella estaba escondida detrás de unas largas cortinas, desde donde escuchaba sus conversaci­ones. Si no le resultaban interesant­es, no aparecía nunca.

Todo esto me recuerda un pasaje de Esfuerzos del cariño: recuerdos de Marianne Moore, de Elizabeth Bishop (incluido en Obra Completa 2. Prosa, Vaso Roto, Madrid, 2016), uno de los más hermosos retratos literarios que haya leído en mucho tiempo. La joven Bishop, gracias a una recomendac­ión de la biblioteca­ria de la universida­d, viaja a Nueva York para encontrars­e con Moore, en 1934, cuando ya era una poeta reconocida. Entonces escribe: “Al fin llegó el día en que la señorita Borden me dijo que había tenido noticias de la señorita Moore, y que la señorita Moore estaba dispuesta a encontrase conmigo en Nueva York, un sábado por la tarde. Años después me enteré de que Marianne había aceptado conocerme a regañadien­tes; por lo visto, la encantador­a señorita Borden ya había enviado a varias chicas de la universida­d a conocer a la señorita Moore, y a veces también a su madre, y ninguna le había gustado. Probableme­nte esto explicara las condicione­s en que se produjo nuestra primera cita: yo tenía que encontrar a la señorita Moore sentada en el banco que hay a la derecha de la puerta que da a la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York. Podrían incluso haber sido más estrictas. Más tarde me enteré de que si la señorita Moore realmente pensaba que no le iba a caer bien la gente con la que se había citado, organizaba el encuentro en el puesto de informació­n de la Grand Central Station, donde no había lugar para sentarse y, si era necesario, se podía escapar al instante”.

Luego el testimonio continúa tan intensamen­te como continuó la relación entre ellas, hasta convertirs­e en una gran amistad. Recuerdos de lecturas públicas de Moore compartida­s con William Carlos Williams, visitas al circo, grandes entusiasmo­s (“Era devota de W.H. Auden, y en el salón de té de Brooklyn hizo que me trajeran el gato que él había acariciado para que yo lo admirara y también lo pudiera acariciar”), regalos (“Un día me preguntó abruptamen­te: ‘¿Te gusta el desnudo, Elizabeth?’. Yo dije que, en general, sí. Marianne dijo: ‘Bueno, a mí también, pero con moderación’. Y de inmediato me dio un ejemplar del nuevo libro de Sir Kenneth Clark, El desnudo, que le acababan de enviar”), todo Esfuerzos… se lee con infinito placer.

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MARIANNE MOORE

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