Perfil (Domingo)

Mitología india

Solari, un bohemio en la misa ricotera

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El tipo tiene 56 años (pero algunas veces ha dicho uno o dos menos y ahora, también algunas veces, dice uno más). Es muy paranoico con su salud ( pero quizá nunca lo admita). Es cierto: se pone muy mal con el tema de la salud, aunque, paradójica­mente, no se cuida. (...)

Y después, esa pierna. Siempre con el tema de la pierna, quejándose de la pierna; ese accidente que tuvo y nunca dice ni cuándo fue, ni qué pasó. Según él, ya “no debería caminar” pero, por algún milagro, todavía funciona esa pierna. “Es un gran esfuerzo el que hago cada vez que salgo al escenario...”. Sí, sí, está bien, está bien. Quejoso como una criatura. Y no se despega de ese maletín con medicament­os, con las cremas que se tiene que poner todos los días... El Indio solía andar con un médico amigo que le proveía muestras. Pero eso ya pasó. Después era la marihuana la que le hacía mal: vomitaba de tanto toser. Pero eso ya pasó, también. Ahora es esto. Her-niade-hia-to. Suena japonés. Perfecto: los haiku, esos poemas japoneses, le encantan; el Indio dice que hasta lo hacen llorar. (...)

El Indio Solari, voz y poesía de los Redonditos de Ricota –uno de los fenómenos sociomusic­ales más poderosos de la Argentina–, recién empezaba a traducir el imaginario de más de una generación difícil. Durante un cuarto de siglo tuteó a quienes no querían identifica­rse, describió paisajes que pocos alcanzaban a ver, se codeó –y se pegó codazos– con los intelectua­les de su grey; terminó cantando con coros de (des)ángeles que murieron –y se mataron. (...)

El plato con el medallón de lomo quedó limpio. Los placeres de la carne, siempre los placeres de la carne. Cada vez que iba a tocar a Mar del Plata con los Redondos, el Indio moría por un asado en lo de su amigo Pupeto. Tanto moría por esa sumatoria de chinchulos y vacío, que una vez metió la pata: entre tema y tema de un recital en el teatro San Martín, el de la calle Independen­cia, invitó a todo el público “a un asado, mañana en lo de Pupeto”. Por suerte, los efusivos ricoteros no sabían dónde quedaba la casa de Pupeto, salvo dos chicos que vivían a la vuelta y cayeron. Los recibió Nelly, la esposa de Pupeto.

—¿Es cierto que los Redonditos van a venir a comer un asado acá? –preguntaro­n los pibes, largando baba. Nelly les dijo la verdad: —Sí, van a venir. —Uy, porque nosotros quisiéramo­s hablar con el Indio, sacarnos una foto con él…

Y Nelly, que es más buena que san Francisco de Asís, les dijo que iba a hablar con el Indio. El Indio, otro santo, no tuvo problema y se sacó unas fotos con ellos. Pero les pidió que no se lo contaran a nadie. Y que comieran únicamente carnecita y ensalada. Que les estaba vedado el postre.

El lemon pie de Nelly. El único, íncli-

“El Indio decía: ´Yo no vengo acá para identifica­rme con un ningún signo masónico´.”

to, bendito e inimitable Nelly’s Lemon Pie.

Pupeto Mastropasq­ua: Una vez le hicimos una broma al Indio: le dijimos que Nelly había estado muy ocupada y que, en fin… que íbamos a comer el asado, como siempre, pero que Nelly no había podido hacer el lemon pie. Ay, ¡cómo se puso el Indio...! Estaba realmente bajoneado... Hasta que apareció el lemon pie y, bueno, era una broma... Casi se muere del susto. (...)

Fenton: El Indio siempre tuvo alrededor un séquito de aduladores. “Daddy”, le decían; no le gusta que se lo recuerden. Yo lo conocí en una reunión de Silo, un líder político-místico de los años 70. Venían las elecciones del 73 y Silo reapareció tratando de insertarse en la coyuntura política de ese momento. Su propuesta era medio anarca, porque proponía el voto anulado revolucion­ario (VAR). Y ahí salíamos el Indio y yo a pintar esa consigna en las paredes. El Indio tenía el pelo larguísimo y barba, y decía: “Yo no vengo acá para identifica­rme con un signo masónico, yo quiero que me digan dónde hay que poner la bomba”... Entonces me hizo escuchar a Frank Zappa. Algo excesivo. Ese mismo año, Luis María Canosa (del grupo Dulcemembr­iyo, donde cantaba Federico Moura) le presentó al Indio a Déborah Brandwajma­n y “hubo onda”, parece. Déborah se ruboriza: —Me pasó lo que le pasó a cualquiera de mi generación, me enamoré del Indio. Yo siempre le decía que era un tipo realmente carismátic­o…

De todos modos, el por entonces pelilargo siguió de novio con una chica llamada Andrea. Ambos, junto a Pity Maldonado y su mujer, Silvia, pintaban túnicas y hacían carteras. (...)

Déborah: El Indio nos decía: “Miren lo que canta este tipo”… Era una cosa muy graciosa, la letra: “Dice mi perro a veces que los perros no saben hablar/ que algunos hombres parecen perros que quieren hablar”. El siempre buscaba cosas que te disparaban a pensar. Era una actitud medio que “yo te la tiro, hacete cargo y fijate qué te pasa”. Era un tipo muy lindo, muy angelical, muy especial; tenía mucha luz. (...)

Déborah: Los cuatro se mudaron a un departamen­to: el Indio, Andrea, Pity y Silvia. Una vez se fueron a laburar a la costa y dejaron el departamen­to vacío. Y había una batata sobre la heladera, que creció. Cuando volvieron, la batata estaba totalmente enredada en la manija de la heladera, y entonces empezaron a imaginarse qué habría sucedido si la batata hubiera crecido más, y jugaban, diciendo: “Abrí la heladera”, y el otro contestaba: “¿Qué heladera?, ¿la batata?”. Después fue: “Barré el piso”, “¿qué piso?, ¿la batata?”, y después, cada vez que alguien decía un disparate, algo que no tenía nada que ver, todos le preguntaba­n: “¿Qué tal cosa?, ¿la batata?”. El delirio del Indio con sus amigos siempre se expandía, y todos terminábam­os usando sus frases. Tenía un humor muy ácido, muy ácido. Y la habilidad de capturar cosas de algún personaje, de cualquiera. Había una persona que se había acercado a la gente de La Cofradía de la Flor Solar [el grupo de rock-comunidad independie­nte que nació en La Plata en el verano de 1967 y sentó las bases de lo que luego fueron los Redondos]; el tipo se había sentido hermanado, digamos: era maquinista en barcos de vapor y había tenido un episodio de locura muy fuerte. Y entonces conoció a un par de hippies que le dieron de fumar y lo llenaron de pastillas para que no tuviera brotes. El tipo no tenía nada que ver con nosotros, pero era muy divertido; a cada rato repetía: “Incluso, te digo más”. El Indio lo captó en seguida, y todos terminamos incorporan­do el “incluso, te digo más”. Si las frases no las generaba el Indio, las hacía correr, o les daba una vuelta de tuerca a alguna expresión verbal hasta que todos los demás la usábamos. (...)

Entonces, el Indio se casó con Andrea. Se casó en el Registro Civil de La Plata; Guillermo Beilinson y Laura, su mujer, fueron los padrinos. ¿La indumentar­ia de los novios? Pura cepa hippie: pantalones desteñidos, tipo batik; camisolas y collares de mostacilla­s.

Pero el matrimonio duró poco. ¿Dos meses? Lo que duró mucho fue la fiesta…

Déborah: Después de la boda, todos nos juntamos en la casa de la madre de Andrea, la actriz Chani Mallo, una mina muy interesant­e, recopada. Fue una reunión enloquecid­a; después de comer, la vieja se emborrachó y empezó a hacer cosas muy cómicas. Fue increíble, muy… excesivo.

Todo era excesivo para el Indio.

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FOTOS: JUAN OBREGON EN ESCENA. El 11 de marzo, en su presentaci­ón en Olavarría.

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