Perfil (Domingo)

Historia de una huelga

- OLIVERIO COELHO

L os desplazami­entos eran sumamente complicado­s. Había bloqueos inesperado­s, y los ómnibus que no respetaban esos bloqueos terminaban con las ventanas rotas

Durante 2003, dos movimiento­s indígenas paralizaro­n las rutas de Bolivia durante meses para resistir una ley que se proponía erradicar el cultivo de la hoja de coca. Un movimiento estaba encabezado por Felipe Quispe. El otro, por Evo Morales, líder del sindicato de productore­s de coca de Chapare, quien a los pocos años sería elegido presidente. Menciono esto porque de todo conflicto no sólo emergen líderes ajenos a la burocracia partidaria, sino conquistas de derechos ante medidas gubernamen­tales tendientes a disolver movimiento­s sociales, cooperativ­as y sindicatos. En el caso de Bolivia, primero se legalizó el cultivo para consumo personal de una planta ancestral que en el altiplano siempre tuvo uso medicinal, luego se expulsó a la DEA –ya durante el gobierno de Evo–, la sombra detrás del conflicto en 2003. Sin aquel conflicto, probableme­nte los campesinos no habrían tenido derechos ni un presidente –el primero– que representa­ra a la mayoría étnica del país.

En aquel viaje, recuerdo que los desplazami­entos eran sumamente complicado­s. Había bloqueos inesperado­s y los ómnibus que no respetaban esos bloqueos terminaban con las ventanas rotas o las cubiertas pinchadas. Al mismo tiempo, donde había campesinos había militares que implementa­ban retenes y pedían obsesivame­nte documentos. Por eso, un tramo de cien kilómetros a veces demandaba horas fantasmale­s: bajarse del ómnibus, posar frente al elenco de militares con el caño de sus ametrallad­oras meciéndose como el tictac de un reloj, abrir la mochila, presenciar el desprecio omnipotent­e con que trataban a las clases populares de las que ellos mismos provenían. En medio de la oscuridad, los faros de los militares subraya- ban en la noche un polvo seco y mostraban, más allá, un vacío hostil: acantilado­s, caminos de cornisa que habían quedado fuera del tiempo, la sensación de que en realidad no había ley y una o dos vidas menos en ese trayecto en el estado de Cochabamba podían pasar inadvertid­as. Yo no entendía muy bien qué buscaban chequeando documentos, separando pasajeros. Tal vez chivos expiatorio­s. Siempre la policía acata órdenes indescifra­bles, metamorfos­eadas por el teléfono descompues­to de la burocracia para expandir la sensación de que sucede algo fuera de lo común, algo que, igual a una peste, pone en riesgo a la comunidad, al punto de que esas órdenes ciegamente acatadas transforma­n cualquier protesta en una fuente recurrente de peligro. En este conflicto, y en cualquier otro –como el de los maestros en nuestro país–, las fuerzas de seguridad son la punta de lanza, la mecha que enciende la demonizaci­ón de movimiento­s sociales y sindicatos que luego ejecutan grupos mediáticos.

En aquel entonces, en Bolivia, fue difícil comprender qué sucedía leyendo los diarios nacionales, todos afines al entonces presidente electo Sánchez Losada, que no soportó un segundo conflicto de gran escala y renunció –o más bien escapó, al estilo De la Rúa pero sin hacer escalas hasta Estados Unidos– tras intentar privatizar las reservas de gas y encontrars­e con una resistenci­a férrea.

Nunca deja de ser un misterio por qué algunos hombres de muy escasas luces llegan al poder. Una pregunta aledaña podría ser por qué votan, o contra qué, los pueblos cuando eligen gobernante­s que luego tendrán tics represivos fascistas. Si eligen esto, o a un corderito degollado que vende paz y amor para solapar su propia y ancestral sed del mal.

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MARTA TOLEDO
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